Francisco Toledo: La muerte sagrada de todos los días

1.    El  autorretrato

En Oaxaca está el pintor. Rodeado, como los chamanes, de las parcelas de la naturaleza que representan su cosmos. El chamán asume el ritual de la cura con raíces, granos, leña, piedras, pieles de animal, fragmentos de insecto. Toledo se enfrenta a su ritual gráfico con fibras vegetales, pieles de lagarto, hormigas vivas, con la parda tierra de Oaxaca que sus pies y manos deben tocar frecuentemente.

Así, en su entorno, Toledo se  observa a sí mismo en el acto de la pintura. Un hombre de pocas palabras, con una timidez no proverbial sino ancestral. Flaco y resistente como un árbol deshojado por donde corren hondas savias. Y en la observación gusta de la fragmentación, de la multiplicidad, de la repetición que otorgan los espejos. Toledo pinta. Se mira pintando. Se pinta pintando. Es lúdico cuando asume la materia con que da vida a las figuras. Y en su juego imaginativo, se vuelve remoto como el hombre que se desnuda para hundirse en el  barro original. Pero también es reciente como ese mismo hombre que sale del barro y se palpa cada promontorio y cavidad del cuerpo, y luego se mira en el húmedo barranco de sus ojos para poder pintarse. Las imágenes que surgen reflejan entonces un reflejo lelo. Toledo suspendido en el color, que es como estar atrapado y liberado, oculto y nombrado por las sustancias de la tierra. Hay autorretratos, en el mundo de la pintura, que murmuran una paulatina degradación de los sentidos (Rembrandt), una paulatina desintegración de la personalidad (Van Gogh), una paulatina inmersión en el limbo de la existencia  (Hooper). Los de Toledo, me pregunto, qué murmuran.

La respuesta puede ofrecerla la mirada del hombre que nos mira en el grabado o la litografía. Pero esos ojos tienen una íntima relación con el cuerpo desnudo. La desnudez de Toledo también puede ser una clave. Una desnudez panteísta. Gozosa y elemental. Ajena, como casi toda la obra de Toledo, a las trabas morales, a los estamentos éticos. En vano se tratará de llegar, desde estas coordenadas, a los animales de Toledo. La zoología del pintor  está exenta de esta carga simbólica cristiana. Pero, sin duda, la referencia animal en estos autorretratos es religiosa. Una religiosidad cotidiana en cuyo centro hay quizás un  hombre asombrado. Un hombre, en todo caso, que tiene la certeza de que su animalidad es vital, breve e intensa. Tan breve e intensa como la de las iguanas, los sapos, los perros  y los grillos.

2.    La muerte

La muerte y México. Pareja ejemplar. Dúo explosivo e implosivo. Solución activa y pasiva. Sístole y diástole de un corazón cultural. Melancolía y fiesta. Y también las oposiciones comunes. Ruido y silencio. Oscuridad y luz. Vida y muerte. Y en esta perspectiva la pregunta surge: en tal pareja dónde está la muerte y dónde la vida.  En dónde reside lo suave y dónde lo áspero. En cuál de las dos realidades se afianzan el llanto, la carcajada, el vacío, la plenitud. Abrazo inevitable de México en la muerte. Y viceversa. Toda una literatura para decirlo. Toda una música para cantarlo. Toda una pintura para mostrarlo.

Juan Rulfo, más que ningún escritor, está para representar esa lúgubre y escandalosa pareja. Personajes que, estando muertos, poetizan la acre cotidianidad de Cómala. Y la aldea se levanta como una vecindad de la muerte imposible de olvidar en los vivos insomnios del lector. Y están los otros parajes de los cuentos. Luvina, Talpa, Alima, la Cuesta de las Comadres. Ámbitos de una muerte que no para de llorar y cantar.

La representación de una muerte así es de medieval raigambre. Basta recordar la célebre escena de la danza macabra. En los tiempos en que la peste arrasaba la Europa del siglo XIV, de las manos del pintor anónimo brota un cuarteto de músicos esqueléticos que  tocan y cantan desde la muerte. Las estampas de Guadalupe Posada, las del “Gran panteón amoroso” y las del “montón”, se nutren de tales ancestros. La Catrina es el emblema de una muerte femenina que sonríe entrañablemente desde sus puntiagudos huesos. La Catrina es un vestigio humano muriéndose de la risa. Riéndose de esa fugacidad humana obsesiva en generar permanencias ilusorias y continuaciones frágiles.

Es inevitable no pensar en las calaveras de Posada cuando vemos las de Toledo. Pero esta relación, la de la paradoja grotesca, también la establecemos entre Toledo y las calaveras que juegan al billar de James Ensor, entre Toledo y algunos caprichos fúnebres de Goya, entre Toledo y los grabados de Durero y Baldung en los que la muerte es uno de los  jinetes del Apocalipsis o atrapa doncellas para poseerlas. Sin embargo, Toledo, para representar la muerte, se enraíza en la propia vitalidad de su naturaleza y su cultura. Muerte de múltiples tradiciones la de Toledo. Temeraria y engañosa como la muerte de los católicos. Monstruosa y oscura como la de los románticos incrédulos. Burlesca y festiva como la de los revolucionarios mexicanos.

Pero Toledo ya no es Posada. Toda fijación a la cultura popular  se abre, y atrás queda el horizonte de los nacionalismos. Proyección del hombre mexicano, o de la muerte mexicana, hacia el exterior.  Si Pedro Páramo se hunde en el indígena no significa que haya indigenismo en su propuesta literaria. La novela de Rulfo se extiende hacia una comprensión universal  por un uso de la lengua indígena matizada con los logros narrativos de la entonces literatura contemporánea que Rulfo  supo manejar. Toledo, igualmente, olvida el vital folclorismo de Posada y pinta una muerte que, despojándose de todo localismo, se lanza hacia fuera.  Este logro reside, sin duda, en la técnica empleada. Toledo es mexicano o latinoamericano por sus temas. Su técnica, empero, es universal. En sus grabados hay una tradición que inicia Durero y se extiende hasta Picasso. Pero no sólo Europa se encierra en su técnica. También está el arte rupestre de Africa, el de los primitivos australianos, el de los códices mesoamericanos. Las referencias a Rufino Tamayo,  a Dubuffet, a Klee  surcan de igual manera su obra gráfica.

En las calaveras de Toledo México está presente. Pero no el México exótico de los esqueletos de azúcar y los recortes de papel. La muerte mexicana, en Toledo, está relacionada  con esa visión de la naturaleza que pertenece más a los panteístas zapotecas que a los cristianos de después. En este sentido, el atributo más visible de las calaveras de Toledo es su sexualidad. Una representación masculina de la muerte. Esqueletos que se pasean por la vida dueños de penes erectos y largos testículos. En todos estos grabados la muerte se pavonea dichosa con su vitalidad humedecida Y sus genitales atraen al chapulín, al conejo, a los ratones, a los pájaros.  Ningún afán tenebroso para esta muerte. Su curiosidad por la tierra y sus criaturas es incesante. Es una muerte que está más viva que los hombres. Y para demostrarlo la vemos no rodeada por ellos sino por el breve  frenesí  de los animales. Por esto su relación con los animales  es de ternura traviesa. A una muerte que le gusta saltar la cuerda con las aves, que goza haciendo montañitas con los fríjoles que defeca, que se divierte haciendo maromas acompañada por iguanas, que se deja acariciar la verga enhiesta por los conejos, que bromea con las fauces de los caimanes, a esta muerte caprichosa y juguetona hay que matarla entonces de alguna manera.

Matar a la muerte es una acción pleonásmica y por ello mismo jocosa. Los grabados de Toledo que nos muestran este evento están profundamente conectados con el irrisorio mundo de las fábulas. Que por ser hilarante no deja de ser menos conmovedor. Los lagartos y los conejos conspiran contra la muerte que les ha mortificado tanta vida. Y  no con la continua devastación o los cataclismos diezmadores, sino con pilatunas y carcajadas donde la realidad de la muerte parece más bien una evocación que una consumación. Conejos y lagartos preparan pues su plan y deciden llevarlo a cabo. Se arman del cañón de los humanos. Invitan a la muerte y le disparan su redondos proyectiles. Y hay como una risa general. De los animales, de la muerte misma que parece extasiarse en el dolor de su propia muerte, y en nosotros que sabemos que la muerte de Toledo, como casi todas las muertes populares, es sagrada y goza de una extraña condición de inmortalidad.

3.    La fauna

Cómo hacer que un animal pierda su esencia simbólica ante nuestros ojos. Convivir con él, parece decirnos Toledo al presentarnos su portentoso animalerío. Pero en toda convivencia existe el riesgo de hacer desaparecer el encanto de esa vida enigmática que comparte con nosotros un pedazo de  tiempo. Toledo nos ofrece, por ello mismo, un milagro. La convivencia de un hombre con los animales sin que se pierda la porción de misterio y naturalidad, de encantamiento y rito, de juego e intimidad, que poseen las criaturas que nos rodean. La soledad humana existe sin duda. Pero esta es una circunstancia en gran medida mental, o para mejor decirlo, cultural. En la naturaleza la soledad es escasa. O al menos ese parece ser el mensaje que subyace en los grabados de Toledo en los que animales acompañan al hombre.

Para propiciar esta comunión entre animal y hombre, Toledo otorga al primero sexualidad. Pero se trata de una sexualidad masculina y no macha. Aunque en el observador esa diferencia, a veces,  parece no tener relevancia. Si la muerte es sexualmente masculina en el pintor mexicano no resulta nada escandaloso que los sapos, los conejos y los cholos estén provistos de la virilidad humana. Esta suerte de sexualidad ubicua  resulta sugestiva en la obra animalesca de Toledo.  Sobre todo cuando pensamos en uno de los momentos más altos de toda su obra: la ilustración del Manual de zoología fantástica de Borges y Guerrero. Tal abigarramiento zoomórfico, aunque mejor sería decir esta ilimitada  y festiva zoofilia, que hace Toledo, es la posibilidad de partir de un mítico y literario mundo animal, reunido por los escritores argentinos, y caer en el bestiario ilusorio  del mexicano. La asexuada prosa de Borges y compañía se transmuta en una exuberante vitalidad en Toledo.

Y digo exuberante porque a veces las patas, las colas, los cuernos, las antenas, los hocicos, las corazas de las descripciones literarias,  son una forma más de la sexualidad masculina en la representación pictórica. Una sexualidad que tiene que ver con la secreta esencia de las historias naturales de chinos, árabes, judíos y griegos y con las metamorfosis provenientes de los sueños nórdicos y  el éxtasis de los místicos medievales. Secreto que Toledo, provisto de una intuición sorprendente, ha sabido plasmar en sus dibujos.

Convivencia del hombre con el animal. El comer, el mear, el cagar, el jugar, el dormir hacen parte de esa convivencia. Y parece que no hubiera alusión a una supuesta domesticación del uno por parte del otro. Domesticar significa ubicación de jerarquías. Intromisión de una palabra, perversión, que usualmente se rotula ante nuestra manera de acercarnos a los animales. Pero en la fauna de Toledo no hay perversión. Y si ella existe, no pertenece al pintor. Puede haber horror, asco, fastidio físico o moral frente a este contacto entre animal y hombre, pero ellos nacen de nuestra mirada. Hay un grabado donde la mujer abre las piernas. De su vulva brota el chorro. En el suelo un lagarto recibe los orines con cierta complacencia. El deleite del reptil, no obstante, es nuestro deleite. Y es aquí cuando algo de nuestro sistema moral se estremece. La mujer orina y parece reírse despreocupada, sus brazos como asas de jarra en la cintura. Hay tal vez regodeo indiscreto, satisfacción bestial. Pero estas elucubraciones, repito, son enteramente nuestras. ¿Qué dice, en realidad, el pintor? ¿Quién es el perverso? ¿en dónde habita el regodeo, la irreverencia, el asco? Toledo, en todo caso, aquí no es espontáneo sino natural. La espontaneidad en el arte también es premeditada. Manifiesta el artificio. Lo natural no. Es plena expresión de la naturaleza. Y no tal como es, sino como debería ser.

Los insectos de Toledo tienen, además, un don divino. Están en todas partes. En su entorno propio, pero también habitan, aunque jamás invaden, los espacios del hombre. Pero qué geografía humana está desprovista de insectos. Se nos enseña, desde niños, un comportamiento donde el insecto es un extraño. Hay una  utopía urbana en la que ellos deben ser forzosamente exterminados. Y, en consecuencia, algunas de nuestras pesadillas más terribles se pueblan de alimañas. Todos los lugares del castigo están plagados de estas criaturas aladas, atiborradas de patas y antenas, cargadas de un zumbido que en nuestros oídos se hace insoportable estampido. Frente a esta dinámica, que pretende una cotidianidad vaciada de insectos, Toledo muestra la faceta opuesta. En sus grabados el insecto es una presencia palpitante. No recuerdan ni su voracidad espantosa, ni su organización portentosa, sino la milagrosa metamorfosis. La pretensión de Toledo es hacernos ver en ellos nuestra  experiencia del principio, el éxtasis y el fin de los ciclos orgánicos. Esos ciclos que inevitablemente nos someten.

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