Palabras satélites en torno a Viajeros de Pablo Montoya por Jorge Eliécer Ordóñez

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Siempre he creído que viajar es un acto espiritual antes que físico; de hecho no hay simetría entre la distancia geográfica recorrida en cualquier tipo de vehículo y el tiempo subjetivo que cada conquista, en agua, aire o tierra, suscita el acto del desplazamiento. Viajar es romper la linealidad, ir a contracorriente, como el salmón, en una búsqueda frenética de los orígenes.

La tradición literaria abunda en imágenes viajeras: Ulises y sus asedios a Ítaca,  Sheherezada, hilvanando noches y vértigos, Heracles y sus ingentes trabajos, Moisés persiguiendo zarzas y rebaños, Jacob, persistente en el tiempo, hasta alcanzar el amor, por encima de la rígida norma, Jesús el nazareno, llamado por antonomasia el caminante de Emaús, abriéndose paso entre cardos, parábolas y decepciones, Jonás, a bordo de ballena –bus de los mares como la llamó X-504- los vikingos, soñando y viajando a una posible América, corroborada después por Cristóforo Colombo…y a su lado, don Quijote, viajero concéntrico en torno a la Mancha y más exactamente, a Dulcinea, que era su verdadero norte, y Juan Preciado, en busca de su padre, “un tal Pedro Páramo, un rencor vivo”, campesino y terrateniente, desmoronado en piedras, como todo destino humano, y José Arcadio Buendía, con sus sesenta vueltas al mundo, hasta terminar en un hilillo de sangre, fundido al ombligo materno.

Cuántas y diversas formas de viajar: hacia adentro, hacia afuera, hacia el amor, hacia la muerte, hacia una isla inédita, hacia una mujer. Viajeros de utopías, viajeros estelares, sin moverse de su sitio como Galileo y Hawkings, viajeros inmóviles, al igual que Lezama lima, gordo y asmático, que a duras penas salía de su caserón en La Habana y nos ha presentado un fresco maravilloso de la condición humana: es que su Paradiso iba por dentro.

El turista no viaja jamás, incorpora kilómetros, postales, valijas, suvenires; el viajero, en cambio, sabe que entre su patio y las constelaciones hay un agujero negro por donde se fuga de tarde en tarde. Toda gran poética se levanta desde el patio casero o desde “la calle que le conoció la infancia”, en palabras del poeta Alvaro Neil Franco dirigidas a su padre. Para nombrar las cosas hay que viajar por ellas, así los portales, las mamparas, el solar, el muro, las veredas, se instalan en la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo Diego y desde allí alcanzan fulgor de epifanía.

Desde esos pequeños microcosmos es que Julio Verne, Ray Bradbury, García Márquez, Aurelio Arturo, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Pablo Montoya, instauran sus “ínsulas extrañas” y desde allí nos hablan, nos suscitan, todo el tiempo. En todos esos lugares –Macondo, Comala, Marte, Bosnia, París, Niquía- el hombre viaja hacia adentro y hacia afuera, hacia la llama o hacia el cafetín, hacia el baúl de cartas desteñidas o hacia el bulevard, hacia la palabra rota o hacia el verso con alas. La prosa poética de Pablo Montoya se dispara a todas esas dimensiones, es una brújula que rastrea sus puntos cardinales.

El tiempo para viajar es relativo: tan intenso es el viaje del Ulises homérico para reunirse con Penélope, como el de Leopold Bloom –Ulises moderno, desterrado en Dublín- náufrago en la tediosa cotidianidad de una ciudad gris.

La gran metáfora del viaje como pretexto para soportar la osadía de la existencia la   escribió un alejandrino llamado Konstantino Kavafis: Ítaca, ese poema fundamental como el faro de su ciudad. Ítaca no engaña jamás, llegar o no llegar es un albur; lo más importante es la aventura, el territorio de lo inesperado, ella nos aporta experiencias y saberes. Chuang-Tzú viaja a mariposa, ¿o al contrario?, Gregorio Samsa se aventura a las profundidades de un insecto, ¿o es una larva reptando hacia lo humano? Nadie nos garantiza nada, el movimiento pendular del cosmos tiene curiosas paradojas, ritmos en contraste.

Todas estas cosas, todos estos signos velados y develados por la fuerza de una escritura que vimos nacer, crecer y viajar por el mundo es Viajeros, libro de Pablo Montoya, al que siempre volvemos con alborozo. En él cada personaje histórico o ficcional, se nos adelanta en el espejo y nos hace sentir un poco él y un poco el otro. Entonces todos somos Ulises, el Astuto, pero a la vez, el solitario, o Schopenhauer, oscilando como un péndulo entre la agonía y el fastidio, o Alejandro Magno, en la encrucijada se sus conquistas y su declive, o Dante, echando a los dados un destino de infierno y paraíso, sin que Beatriz escuche nada porque la distancia es atroz y su maestro, Virgilio, tampoco le escucha. Bolívar, constatando que la victoria, después de onerosas batallas, es tan solo un espejismo donde se vislumbra que la esperanza siempre estará en agonía por causa de los enfermos de poder.

Retorno a Viajeros, libro que fiel a su título, navega entre las aguas profundas de la poesía, el relato, el mito y la leyenda, con la certeza de abrir una caja de Pandora, de donde emergen estos breves textos que nos suscitan diversas sensaciones y reflexiones, gracias a su lenguaje fino y ponderado, y al desarrollo  de esos temas, siempre antiguos, siempre contemporáneos.