Río Medellín

Tomás Carrasquilla precisaba, en 1919, que este río de Medellín era demasiado insignificante. Nada de leyendas ni misterios. Nada de tradición heroica ni superstición alguna forjada por estas aguas. Un “río humilde, un ignorado, un agua sin nombre”, dice Carrasquilla. Un río no miserable ni mezquino. Sólo un río fútil. Pequeño. Insulso si se piensa en otros más estruendosos en faenas comerciales y bélicas. El de Carrasquilla, sin embargo, pasa por Medellín con un sonsonete bucólico que ahora, a inicios del siglo XXI, parece no irrisorio sino increíble. Luego, se sabe, el río Aburrá entonces, río Medellín ahora, se vuelve Porce y después Nechí. Un río de oro y de codicia sin duda. “Cuánta riqueza arrastrará el Nechí”, dice Carrasquilla nostálgico de una riqueza minera que él y su familia gozó, pero cuya mayor parte se iba a otros lados. Con todo, su río se recuesta en la poesía para querer nombrarlo. Las palabras que se utilizan son sonoras como lo son los seres que frecuentan ese cauce. La sabaleta, los chorlos, el písamo y el carbonero, el cámbulo y el ariza, el alcaparrón y la batatilla. En el río de Carrasquilla, merced a la evocación agreste, merodean musas y revolotean por ahí unas curiosas palomas de eros que favorecen la deliciosa desnudez. Y en sus orillas hay, hubo, es posible que jamás haya, “juego de aguas y un zambullir perpetuo entre hartadas de naranjas y atracones de guayabas”. Carrasquilla se queja, además, de la manera cómo el urbanismo encarceló al río. “Aquí te pusieron en cintura, te metieron en línea recta; te encajonaron, te pusieron arboladas en ringlera”. Pese a este rasgo de fea modernidad, el río que pasa por el Medellín de Carrasquilla es optimista. Y tanto es el peso de su musa poética, escapada del caudal, que el escritor cree que siempre se oirá a Pan en esas aguas capaces de tributar “oros a pulpos y monstruos submarinos”. El tiempo ha transcurrido y el río de Carrasquilla, ay, no pudo permanecer entre nosotros. Todo paso del tiempo genera transformaciones. Pero estas en Medellín han sido impulsadas por una fuerza caótica por no decir destructora. El río es un espejo turbio donde tales mutaciones históricas pueden verse en su cauce de podredumbre. El río se nos volvió mortaja y mierda a causa de un progreso que entre nosotros ha sido insensato, torpe, tiránico, sucio, industrial y reaccionario. Hace muchos años Eros y su comitiva de ninfas montañeras salieron empelota corriendo despavoridas hacia otras partes. Hacia Bello, Copacabana y Girardota, asediado el cauce de químicos de curtimbres y espumas venenosas. Hacia Caldas y Santa Bárbara, igual camino de escoria. Hacia la Iguaná, la Playa, la Ayurá, botellas, neumáticos, perros y hasta caballos destripados bajan por esos afluentes. El Aburrá hidalgo suena a todo lo que puede sonar una palabra pronunciada frente a estas riberas hediondas: a risita o risotada. Vergüenza horizontal. Serpenteo de ignominia. Y cuando abre la boca o remueve su intestino, sus rededores gimen de algo parecido al espanto. Dulce olor a miasma, escribiría uno de los poetas de la generación basura, o cantaría unas de esas agrupaciones rockeras que se hacen llamar kaos, desasosiego o antitodo. No desconocen ellos, como buenos expresionistas del hoy, que hasta la mierda es objeto de canto. Y por qué no. Si Homero surge de la matanza de miles de aqueos y troyanos. Si una parte de la Biblia de la religiosidad paranoica de los hebreos. Si de las alcantarillas de París brota uno de los monumentos de las letras decimonónicas. Por qué no esperar que el río Medellín regurgite algo similar. Ilusoria esperanza. Pero esperanza al fin y al cabo. Un río de podre insignificante convertido, por el artificio de ese elegido que todavía no existe entre nosotros, en joya literaria.