Tarkovski: la nostalgia de la tierra

Antes de morir, en 1986, Andrei Tarkovski pidió que no fuera enterrado en Rusia. La idea de no volver a jamás a su país, ni vivo ni muerto, había empezado con el exilio en Europa, dos años antes. Era el inevitable desenlace de una relación conflictiva entre un artista, que defendía por encima de todo la libertad en la creación, y el estado comunista soviético, siempre enemigo de la expresión de la individualidad. En su diario, que llevó desde 1970 hasta 1986, Tarkovski se queja de las innumerables dificultades que su cine, espiritualista y dubitativo, lento y onírico, suscitaba en la censura estatal: reclamos plagados de la gris estética del realismo socialista, reducción de presupuestos para sus proyectos cinematográficos, marginación mezquina de sus películas y trabas frecuentes para los viajes al exterior. Producto de esta vigilancia y de la estulticia de los guardianes del arte, el más original de los directores rusos se vio obligado a permanecer inactivo durante años. De su carrera resultaron siete películas. No es una gran cantidad si se tiene en cuenta el vértigo productivo de los directores norteamericanos y europeos que fueron sus contemporáneos. Pero ellas bastan para considerar a Tarkosvski como uno de los grandes en la historia del cine. Los tropiezos iniciaron con La infancia de Iván. La película, que trata sobre los estragos que la guerra deja en la sensibilidad de un niño, ganó el León de Oro del Festival de Venecia  en 1962 y puso por primera vez en la escena internacional el nombre de Tarkovski. Sin embargo, no obstante sus numerosos aciertos, la cinta despertó sospechas. La crítica comunista vio un entramado confuso por su presencia onírica y la mirada del heroísmo soviético presente en la Segunda Guerra mundial bastante minimizada. Luego vino Andrei Rubliev (1966), el fresco histórico de Tarkovski que recrea la vida del pintor de íconos medieval. Demasiados rasgos religiosos, dijeron los críticos. Una tendencia al misticismo y a la quietud contemplativa nada apropiada para tiempos en que la estética comunista, cuyo referente era el Eisenstein de la velocidad de los montajes, necesitaba modelos humanos bien parados ante las vicisitudes de la historia. Después apareció Solaris (1972). La película, basada en la novela homónima de Stanislas Lem, es una apuesta por un cine de ciencia ficción intimista. Ni el novelista polaco, ni la censura soviética entendieron la propuesta de Tarkovski. De la crítica de esta última se desprendieron 48 puntos que van desde el rechazo al hermetismo de ciertos pasajes hasta las protestas puritanas, bien comunistas por cierto, por el hecho de que el protagonista de la película se pasea en calzoncillos por la base espacial que estudia el comportamiento de Solaris, un planeta acuático que actúa como una suerte de anómala conciencia divina. Finalmente, Tarkovski realizó Stalker (1979). Stalker es la lectura más contundente e inquietante que el cine ha hecho de la sociedad nuclear engendrada en el siglo XX. La película debió ser filmada dos veces. La primera se malogró porque los rollos con los que se trabajó ya habían sido utilizados. Y la segunda, ejecutada en una central hidroeléctrica abandonada de la Unión Soviética, envenenó los cuerpos de Tarkosvki y de su actor preferido, Anatoli Solonitsyne. Ambos, intoxicados durante el rodaje, habrían de morir de cáncer años después. Tarkovski tuvo demasiados motivos para irse de su país. Y de alguna manera las películas que vendrían después, Nostalgia (1983) y El Sacrificio (1985), están atravesadas por esa relación conflictiva entre tierra natal y exilio. Ahora bien, decir nostalgia de Rusia, en Tarkovski, es decir nostalgia de la madre. Ambas, en su obra, están tratadas como si fueran un paradójico venero. Por un lado, provocan la revelación y la belleza adolorida. Por el otro, representan la más intensa de las crisis. La nostalgia por la madre, en realidad, provoca la melancolía y la parálisis. Y la de la tierra no es más que la suprema alienación. La voluntad de Tarkovski de que sus restos no reposaran en el seno de Rusia, puede obedecer a estas conflictivas convicciones que expone su cine. Pero la negación de las fuentes originarias nunca cura el desgarramiento. Al contrario, provocan más soledad y desolación. Tarkovski pidió que lo enterraran en el cementerio ortodoxo ruso de Santa Genoveva de los Bosques. Su deseo se cumplió. Ni siquiera con la caída del comunismo soviético, su familia aceptó la petición del nuevo gobierno de que se trasladaran sus restos. Su tumba es un pedazo de Rusia en medio de las periferias parisinas. En ella hay una cruz ortodoxa, reproducciones pequeñas y artesanales de íconos de Rubliov. Y las flores que la adornan, aunque quizás sean francesas, remiten a las que en sus películas resisten el limo sórdido y el paso de las estaciones más inhóspitas.