Carta a Pablo Montoya sobre su Cuaderno de París

Desde las alturas de Notre Dame, quimeras, ángeles de piedra, diablos, una gárgola, nos sacan la lengua en la portada de tu libro. Presentimos esas sombras que iremos descubriendo al leerlo, siguiendo las huellas del escritor por el laberinto de la ciudad declarada « mito moderno » por Roger Caillois. ( *) El sabueso lector se alegra por fisgón al acompañarte en tu « flor de vagabundeo », desde los socavones, túneles y subsuelos del metro –donde se vislumbran, como en las pinturas de Gustave Moreau,  rostros para nombres hieráticos del pasado-- hasta la plaza de la Bastilla, viendo desfilar a unos centuriones gay. Pablo Montoya, vas gozando cada día con tu mirada y así lo dejas escrito. Y lo contemplado equivale a una chispa solar, eso lo sabremos al llegar al último texto. Por ser hombre de letras andas con « los misterios de Eleusis » en el bolsillo de tu abrigo. Quiero decir que como los iniciados de esa remota época de la religión griega, tienes visiones, revelaciones. Además eres músico y romántico al estilo del personaje goethiano Whilhem Meister, animado por una « curiosidad cognitiva ». Cuando escribiste este cuaderno andabas por París de « estudiante pendenciero », buscando por las calles, solo, o a veces acompañado por el escritor peruano Mario Wong, bajo la lluvia, el espíritu de César Vallejo en su conmovedor poema, « Piedra negra sobre una piedra blanca». Con tus prosas ahora nos trasmites la vivificante sensación del callejeo, la errancia, la libertad de trasnochar, muchacho sin miedo y come-calle, las manos en los bolsillos avanzando con la decisión de superar la soledad y el desconsuelo, aprovechando el asombro, con desparpajo, dejando salir el humor como un fuetazo, una carcajada del buho. De la rica paleta de significados de tus textos, de la polisemia o polisentimientos despertados al leerlos, extraigo al azar frases o conceptos sobre la « Historia », o « la Patria », en tu encuentro con el fantasma de Bolívar a orillas del río Sena. « La historia : esa cortesana de dientes podridos que lograste llevar a la cama y darle por donde ella te pidiera », « la patria : una hoja que desaparece en cauces fríos y distantes, una música inaudible que apenas sostiene la infancia ». Como cronista de París logras captar ese hormigueo de tanta gente solitaria en las calles que pisaron Baudelaire y Walter Benjamin. Las generaciones humanas somos como las hojas, sí, eso lo recordamos con cada estación, sobre todo en otoño. Muy vivaldiano, tu Cuaderno de París nos enseña en pinceladas a ver la danza de la naturaleza conviviendo con las piedras grises y luminosas de la ciudad. Pablo : eres valiente en el nombrar, en partir del cuerpo hacia lo exterior, atento al detalle que luego puedes soltar en una frase magistral, como susurrando proverbios, esa filosofía cotidiana nuestra. En el gran cruce de caminos que es esta ciudad antigua, cuyo lema podría ser « la guerra ya es cosa pasada para nosotros », nos encontramos. Todo nuevo aspirante al exilio productivo de las bibliotecas, museos y universidades parisienses debería leer tu libro para saber lo que le espera, acaso « fornicar con las estatuas », cierta soledad, nostalgia y desesperación, algo de hipnosis, embriaguez por el aire cargado de olor a sexo, coliflores, hachís, queso, cuscús, incienso, vino, y « tanta sangre diluida en el Sena ». El pasado convive con nuestra respiración cotidiana. El narrador-poeta de tu libro nos convida al entierro de Victor Hugo, donde el hombre multitud que somos nos advierte : « nada mata tanto a un escritor como ser propiedad nacional ». De alguna manera tus frases nos deparan consuelo, saber que alguien ignoto, lejos, está escribiendo lo que hemos sentido, el alma solitaria y polifónica, abierta, vagabundeando por los cielos, desde las montañas de Medellín hasta la Sorbona, ida y vuelta. Lo nuestro, lo humano, es salir de la caverna movidos por el deseo de asombrarnos, de ver, de saber domesticar el vacío, la nada, el caos. Entre tantas formas civilizadas el animismo persiste en tu Cuaderno: « la lluvia son las huellas de un dios ansioso pero volátil sobre el techo del recinto », « la música esa sutil presencia », « soy una ilusión que cree respirar en medio de la lluvia ». Eres valiente también porque te defines como « un espejismo », « un vagabundo », seguro de que la única salida que tenemos será « la disolución ». Pablo Montoya, oyes las voces del río, de los árboles, y tus oraciones son a los filósofos, a Deleuze, a Foucault. Al gran Montaigne, que nunca nos abandona en la calle de las escuelas, le pides « poder aprender a cargar nuestra porción de fracaso ». El prestigio de París nos llega a todos a través de los libros, del cine y la pintura. La ciudad es un gran escenario para los aprendices de artistas, y en tu cuaderno los describes, nos pintas « trastabillando siempre por sus numerosas calles », quizás con la esperanza de « regurgitar esa criatura temblorosa y desvalida que se llama poema ». El país, Colombia, nos duele, dices ; y estar lejos de allá exiliados, estudiando la historia universal, las religiones, las mujeres de otras pieles, nos lleva a creer que hemos cicatrizado la herida de la frontera, y que la nacionalidad es un pasaporte… Libertad, justicia, paz… nos faltan, somos  un pueblo a imagen y semejanza de vos, un « flacuchento colombiano cargando sobre los hombros regiones de asesinatos impunes », « un peregrino que anhela husmear lo eterno y no puede ».   Julio Olaciregui, París, septiembre 8 de 2007   (*)  « Existe una muy poderosa representación de la gran ciudad que actúa sobre las imaginaciones para que jamás, en la práctica, se plantee el asunto de su exactitud, creada de pies a cabeza por los libros, y bastante regada hasta convertirla en parte del ambiente mental colectivo »,  « París, mito moderno », in Roger Caillois, « Le mythe et l’homme», Gallimard, Paris, 1938