Lejos de Roma, cerca de nosotros

Inde datae leges, ne fortíor omnía posset. Publio Ovidio Nason (43 a. C -17 d. C) Lejos de Roma de Pablo Montoya es una de las más bellas novelas que se han escrito en nuestro país. Se trata de una obra seria que se la juega toda por la literatura; es decir que no cede a complacer modas espurias, ni se inmuta ante las efímeras y urgentes efervescencias del mercado, esas mismas que desvelan a los escritores actuales; en especial a los que vienen surgiendo, quienes muestran una mayor preocupación por acertar en el producto correcto a vender que por escribir. Inteligente, sobria, sugerente, ejecutada con oficio y talento, en una prosa tersa y elegante, que a ratos emparienta con la Yourcenar de las Memorias de Adriano, y que resulta grata de leer e idónea para sostener el andamiaje de hondas reflexiones e intuiciones que su autor se plantea y, además, urdida sobre un conocimiento vivo de las materias que trata, Lejos de Roma destaca, por mucho, sobre el mar de publicaciones menores -o francamente descartables- a las que la industria editorial nos tiene no sólo sometidos sino mal resignados. Sin afanes eruditos o de simple recreación histórica, respondiendo tan sólo a una veraz y muy pertinente exigencia de interrogación literaria, la interesante narración de los últimos meses de vida del poeta romano Ovidio    –autor entre otras del Arte de amar y Las Metamorfosis- sirve de vehículo no sólo para reescribir un mundo antiguo y ajeno sino para actualizar una conflictiva, que se ha mantenido vigente a lo largo de diversas épocas y sociedades, incluida la nuestra. Hoy por hoy, se ha extendido mal la idea de que el exilio es lo mismo que el alejamiento del país de origen, sea cualquiera la causa, y así se aplica el concepto de una manera diluida. Sin considerar que el exilio tiene una nítida connotación política y que ha cursado una terrible trayectoria histórica; aunque en estos días no se lo contempla como tal en la legislación de los países. El destierro fue, antes que nada, el severo castigo que se les reservaba a los disidentes, a los predispuestos a la rebelión o a los subversivos y conspiradores que fracasaban en su asalto contra un poder constituido. Aunque, en muchas ocasiones, también fuera el desenlace de la pura arbitrariedad de algún tirano. A cambio, el exilio contemporáneo es fruto del terror desnudo. Nada más claro que esto en la antigua Roma, pues a los emperadores, por lo general dictadores en turno, les estaba permitido castigar con el destierro a sus enemigos, a sus simples contradictores o a sus meros rivales. La nutrida aplicación de esta pena por parte de estos poderosos energúmenos, evidencia que nadie resulta más inseguro y cruel, intelectual y emocionalmente, para no cavar en sus esferas íntimas, que quien víctima de una patología autoritaria trata de extender su dominación más allá de los límites de la ley y de su momento. Esa inicua tragedia la padeció Ovidio, uno de los grandes poetas de la antigüedad, cuyas obras admirables han superado la molienda de los siglos. Ciudadano de la gran Roma, hombre culto, peritus amoris y poeta consagrado, fue por tales propenso a ejercitar su libertad de pensar y sentir sin los controles que el tirano, no contento con gobernarlo todo, intentaba imponer sobre los deseos íntimos de los ciudadanos; razón por la que entró en aguda contradicción con el emperador Augusto, quien para no mancharse con su sangre, lo desterró a Tomos, en la Dacia, al costado occidental del Mar Negro, vale decir, a un terruño pequeño y miserable en los confines del vasto imperio, obligándolo a vivir y, sobre todo, a morir en la estéril compañía de los bárbaros. Augusto, que se había ofendido por el erotismo expresado en el Ars Amandi de Ovidio, comprendió que no existía castigo peor, para el poeta, que mandarlo a un lugar donde no podría volver a oír su lengua. Sin embargo, la conmovedora narración de los padecimientos y vicisitudes del poeta, pagando el alto monto de su pena, sometido a la tortura de recordar que todo lo que ama está perdido, en monólogos brillantes en los que recapitula sus ideas, y sobreviviendo de una manera cuasi fantasmal entre gentes extrañas a él, a pesar de contar con algunos de los consuelos que aún puede ofrecerle la mujer, “dulce amargo”, no es lo que, a mi juicio, constituye lo más notable en esta novela, sino el trato y la reflexión literaria, hilada a lo largo del texto, en distintos tonos y modos, sobre el tema de la tensión permanente entre la conciencia del artista y el poder; es decir de ese abismo humano que corre entre el poeta y el tirano. Tejidas entre las cavilaciones del solitario y derrotado Ovidio, vale la pena seguir las cuestiones que atormentan al autor de Lejos de Roma e intuir sus respuestas, el nudo incómodo que trenzan ética y estética, libertad y creación; pero, hacerlo hoy, digo, en estos tiempos que apestan a nuestro alrededor. Montoya sabe que para eso, también, sirve una literatura de excelencia, como es la suya.