Presentación de Lejos de Roma por Piedad Bonnett

Lejos de Roma, la más reciente  novela de Pablo Montoya,  comienza cuando un hombre ya viejo desembarca en Tomos, “puerto de espanto”, y sentado sobre uno de sus baúles mira la melancólica lluvia que cae sobre el mar y reflexiona: Roma  ya no es posible para mis ojos, ni para mis manos ni para mi olfato. Jamás volveré a recorrer sus vías populosas. Ni volveré a perder mis pasos por entre los bosques de castaños próximos al Circo. Ni tampoco veré el bullicioso trasiego de los pescadores en las orillas del Tíber. Ese hombre que así piensa tiene motivos para estar desbordado de nostalgia: es el poeta Plubio Ovidio Nasón, caballero de ancestros nobles y padre adinerado que nació en Sulmona en el 43 antes de Cristo, que ha sido expulsado de Roma por el emperador Augusto, por razones poco claras que  la novela intentará iluminar. Para entonces, Ovidio había escrito ya algunas obras que iban a perdurar por los siglos de los siglos: su libro Amores, cuyos versos están dedicados a una mujer llamada Corina,  su Ars amandi, o Ars amatoria y sus célebres Metamorfosis, entre otros. Y en sus años de exilio – que fueron los restantes de su vida-  escribió otros textos, de fondo autobiográfico y espíritu adolorido, como Tristes y Fastos, obras todas que nos hacen reconocerlo  como uno de los grandes poetas del imperio Romano, y como un exquisito cultivador de la literatura erótica ¿Es, entonces, la novela de Pablo Montoya una novela histórica? Sí lo es, pero de una manera tremendamente contemporánea,  que no se centra en la reconstrucción de  hechos e intrigas, sino que ubica al personaje en una zona de claroscuros desde la que su conciencia se expresa, a veces para dar rienda suelta a sus recuerdos, a veces para contar los pormenores de sus días y semanas. Lo hace con palabras precisas, en general adustas pero también impregnadas de lirismo. El gran tema es el exilio, motivo poético que encontramos a lo largo de la literatura de todos los tiempos. Como bien nos recuerda el chileno Pedro Lastra, el primer desterrado del que tenemos noticia es Sinuhé, expulsado de Egipto en el 2000 a.de C. Pero su suerte es la misma de otros muchos, de los cuales se han ocupado los poetas: del Mío Cid, que abandona la ciudad “de los sus ojos llorando”,  de Guido Cavalcanti y Dante Alighieri en La divina Comedia, y de autoexiliados como Martí o los escritores chilenos, argentinos, y de tantas otras partes del mundo que se han visto forzados a huir de las dictaduras.  Como García Márquez, Pablo Montoya ha enfocado los últimos días de un Patriarca; pero Ovidio habita en la orilla opuesta a la del dictador tropical:  mientras éste es un tirano, aquel es, no sólo un poeta desencantado, sabio, triste, sino la víctima del tirano, de las arbitrariedades del poder, de su represión. Ha ido a dar a Tomos porque, como él mismo dice, “la culpa de todo hombre en Roma es tener ojos. Una noche yo miré y fui castigado”. Augusto todo lo vigila, “desde la paz en las fronteras hasta el control de los incendios y las inundaciones de Roma”. “Todos los imperios se construyen sobre el desdén y el odio, así después quieran ocultarlo entre himnos a la paz y fiestas de concordia”. Eso sentencia el personaje en esta novela, que es también, entonces,  un comentario sobre el autoritarismo, la tiranía, la guerra y la tortura. El exilio sirve, naturalmente, de acicate a la reflexión: cuando Ovidio hace memoria de sus éxitos,  se avergüenza de haber sido proclive a los elogios de los que lo rodeaban. En medio de las precariedades a las que lo obliga su situación, comprende, finalmente,  la función de la poesía: “Ahora sé que la poesía es la palabra del desplazado, la del desarraigado y la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible tocar el secreto del poema. Esa, y no otra, Lucio, es la dádiva que me ha otorgado este exilio”. Como en  él las ideas y la sensibilidad van de la mano, al lado de la sentencia llena de sabiduría encontramos una percepción minuciosa e intensa de todo lo sensorial. Las estaciones van marcando el tiempo, pero la impresión más fuerte nos la produce el invierno. En su precaria cabaña Ovidio sufre las torturas del frío. Y es precisamente éste, el frío de la región inhóspita a la que ha sido condenado,  el que le permite recrear al autor un mundo rudo, primario, donde una mujer puede pasarse cuidando el fuego durante horas, y el poeta, rondado por la idea del suicidio,  sólo puede alimentarse de  sopas hechas con vegetales amargos y arroparse con bastas pieles que huelen a animal. La pretendida tranquilidad que el confinamiento podría brindarle, tampoco se logra: a ese lugar remoto llegan una y otra vez los bárbaros, amenazantes. Todas estas penurias hacen más triste el recuerdo de Roma, de sus jardines iluminados, de sus fastos,  de la casa de la Vía Clodia, y de los afectos que han quedado atrás.  Duro es recordar a Fabia, su tercera mujer y su amor más duradero y a su amigo Higinio. Al protagonista lo asaltan los sueños, los fantasmas, la fiebre: por eso mismo las fronteras entre lo real y lo delirante o imaginado se pierden por momentos, de modo que el lector se sumerge, en ciertos pasajes, en situaciones que tienen una atmósfera decididamente  onírica. De ese territorio alucinado emerge su hermano Lucio, quien murió a los veinte años;  a lo largo de la novela lo veremos regresar una y otra vez ,  como una sombra a la que puede Ovidio confiarse, abandonarse. Con él sostiene toda clase de diálogos, y Lucio se convierte en un consejero lúcido e implacable (detrás del cual, es posible que se esconda el mismísimo autor): “Si supieras, Ovidio, - le dice- cómo cansas con tu continua queja. Si supieras cómo fastidia leer tus alabanzas a Augusto para que dulcifique el destierro. ¿Te parece que una obra así puede ser mejor que la que hiciste cuando eras, precisamente por tu exuberancia exquisita, el más leído de los poetas? Con gran sutileza, y muy en consonancia con los nuevos rumbos de la novela, Pablo Montoya apela al anacronismo como ficción, hasta el punto de hacer que el lector reconozca en la voz de Ovidio la impronta de Borges, o de Kafka; y las secretas intertextualidades del texto proponen un imposible: que el poeta latino haya leído  a Bolaño, un escritor que sabemos del siglo XX, que sospechó “con desdén de los hombres que se creen superiores porque han vivido más intensamente el desarraigo”. Pero no todo en el destierro de Ovidio son penurias. Como es sabido, las mujeres jóvenes pueden enamorarse de los hombres mayores, o al menos sentirse atraídas por ellos,  bien por su sabiduría, o por el poder que han alcanzado, o por su dinero. Los hombres, en cambio, suelen apetecer ante todo la juventud y la belleza.  Ovidio, en la novela,  tiene la suerte de que Emilia, una  noble muchacha de Éfeso, se enamore de él y  le haga sentir  pasión cuando creía que esta no volvería a su vida. Eso le hace revaluar sus juicios anteriores, aquellos que lo llevaron a afirmar que son preferibles las mujeres maduras porque representan “una complicidad y una apertura sabia hacia placeres más cabales”. Esta creencia se desvanece con Emilia.  El escritor recrea con gran destreza  toda la sexualidad de sus encuentros, y más tarde, cuando el amor se hace imposible, el enorme dolor de la pérdida. Pero aprovecha para mostrarnos que Ovidio, gran conocedor del amor, no es una víctima ingenua: “En eso consiste el amor de los jóvenes hacia los viejos –sentencia- Un poco de compasión, otro tanto de curiosidad y otro poco de admiración”. En las últimas páginas, y a través de su personaje, Pablo Montoya plantea un sentido más hondo del  exilio: “En realidad el exilio – dice Ovidio- es nuestra única condición en tanto que nos sabemos humanos. No acomodarse a esta verdad esencial, sintiendo que nuestro ser la sopesa a cada instante, es necio.” Y termina con algo aún más rotundo: “…si el hombre en una sola noche puede ser un dios, recuerda que es en el exilio donde se llega por fin a ser hombre.” Esta novela me ha hecho pensar en Esperando a los bárbaros, la notable obra de Coetzee. Las dos son austeras, poéticas, y  poseen una condición simbólica que el lector no tarda en adivinar. Se mueven en la frágil frontera entre lo concreto, susceptible de ser contado, y otra cosa, que jamás es enteramente dicha. Además, Pablo Montoya tiene la valentía de escribir, en una época desdeñosa de todo humanismo, sobre un mundo aparentemente ajeno a este de masacres, capos, sicarios y secuestros. Creo que los riesgos que tomó han dado excelentes frutos.