Trazos por Fabio Rodríguez Amaya

Trazos, es un cuaderno diagramado de manera impecable e impreso a todo color, de 20x27 cm. y setenta y dos páginas. De éstas, cincuenta y una han sido tomadas por asalto por cinco particulares de obras artísticas de cuatro lugares del arte de la antigüedad y uno del medioevo que fungen de preámbulo a la pinacoteca personal del poeta y novelista colombiano Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963). Pinacoteca configurada y paginada diacrónicamente por cuarenta y tres obras de otros tantos artistas. Las páginas restantes están ocupadas, como es de rito, por frontispicio, créditos, dedicatoria, epígrafes, índice y una introducción de Santiago Mutis Durán, titulada «La vocación de la intemperie», texto firmado en Bogotá en marzo de 2007 y dedicado a ese loco maravilloso del país paisa que es Samuel Vásquez, de Medellín. Como premisa a la instantánea aproximación que me propongo hacer a la lectura de este cuaderno, me gustaría imaginar que Pablo Montoya haya tenido entre sus manos los «Cuatro poemas sobre la pintura» de Su Tung-P’o (Su Shih), poeta y estadista chino (1037-1101) e Il trattato sulla pittura de Leonardo da Vinci (1452-1519). Si así no fuere, acá se los regalo a él, como al lector, pues sobretodo en estos textos pensaba mientras veía Trazos por vez primera en Amiens, y en ellos pienso, ahora, mientras intento visualizarlo con palabras en Milán. Escribe Su Tung-P’o, en el segundo poema titulado «Sobre la pintura de una rama florida (primavera precoz) del secretario Wang», en la impecable versión que hiciera Octavio Paz en Versiones y diversiones (1974): «¿Quién dice que la pintura debe parecerse a la realidad? / El que lo dice la mira con ojos sin entendimiento. / ¿Quién dice que el poema debe tener un tema? / El que lo dice pierde la poesía del poema. / Pintura y poesía tienen el mismo fin: / Frescura límpida, arte más allá del arte. / Los gorriones de Pien Luen pían en el papel, / Las flores de Chao Ch’ang palpitan y huelen, / ¿Pero qué son al lado de estos rollos? / ¿Pensamientos-líneas, manchas-espíritus? / ¡Quién hubiera pensado que un puntito rojo / Provocaría el estallido de una primavera!». Escribe ese “omo sanza lettere” (es decir “inculto”) que fue Leonardo: «La Pittura è una Poesia che si vede e non si sente, e la Poesia è una Pittura, che si sente e non si vede. Adunque queste due Poesie, o vuoi dire due Pitture, hanno scambiato li sensi, per le quali esse dovrebbono penetrare all’intelletto. Perché, se l’una e l’altra è Pittura, de’passare al senso comune per il senso più nobile, cioè l’occhio; e se una e l’altra è Poesia, esse hanno a passare per il senso meno nobile, cioè l’audito […] La Pittura è una Poesia muta, e la Poesia è una Pittura cieca, e l’una e l’altra va imitando alla natura, quanto è possibile alle lor potenze, e per l’una e l’altra si può dimostrare molti morali costumi, come fece Apelle colla sua Calunnia. Ma della Pittura, perché serve all’occhio, senso più nobile, ne risulta una proporzione armonica; cioè che, siccome molte varie voci, insime aggiunte ad un medesimo tempo, ne risulta una proporzione armonica, la quale contenta il senso dell’udito, che li auditori restano, con stupente ammirazione, quasi semivivi…». Estos dos breves textos sintetizan y, a mi juicio, rinden justicia al trabajo de Montoya: la pintura es una poesía muda y la poesía es una pintura ciega y tienen el mismo fin: arte más allá del arte. Porque una lectura meticulosa de Trazos ofrece muchas e impensables sugerencias: temáticas, formales, estilísticas, retóricas, estructurales, léxicas. Ante todo muestra la sensibilidad con que un poeta (come Baudelaire, como Rilke, como Unamuno, como Paz…) se “apropia” del arte (en este caso de la pintura y el dibujo), penetra y se compenetra en él. Se trata de una experiencia sensible que impone ir más allá: después de mirar y de ver, es preciso interiorizar, reflexionar, asimilar y digerir, con el fin de rebasar la anécdota y desechar el mero impacto óptico y visual. Una vez alcanzado este nivel de interiorización y apropiación de lo ilusorio de la figuración o, si se quiere, de la invención, de la representación o de la recreación – con instrumentos propios y exclusivos de la vista – el poeta marca las distancias. Alejado de la experiencia visual, pero con la imagen “grabada” en la mente, inicia un proceso de interacción que lo conduce a elaborar una “visión” con palabras que resulta siendo un ente autónomo e independiente pero interrelacionado con la imagen de la que ha partido. La palabra poética aquí es certera, lograda, reveladora y comunicativa.  Es una palabra que no se pagina, por exacta; que no se pronuncia, por precisa; que no se canta, por presente. Es una palabra muda que vibra, retumba y tiene eco. En ella no hay color. Se excava, se burila, se muerde en la piedra, la nube o el acero. Se configura y matiza con el trazo, el signo, el gesto y la expresión. Al final, si todo es palabra, y si somos palabra y conversación – como sugieren Hölderlin y Heidegger – todo, todo en lo absoluto, en la experiencia sensible, es un texto. Texto hablado, escrito, dibujado, pintado, fotografiado, grabado, danzado, filmado, actuado, esculpido, diseñado, recitado o como sea, es siempre y sólo un texto. Cambian los lenguajes y sus consiguientes técnicas, estrategias y modalidades expresivas. No es igual “leer” o “redactar” una pintura al óleo que una pintura al fresco. No es igual el tono, la versificación y el qué o cómo decir de un poema lírico y de un poema épico. No es igual escribir un cuento, un relato o una novela. Este, creo, sea en palabras profanas y de manera esquemática, el misterioso mecanismo del proceso con que Montoya ha paginado su pinacoteca personal. Y no es el primer o único caso, pero sí un caso peculiar, en el que prima la originalidad. Además, no se debe olvidar que su pinacoteca la elabora con palabras. Es pues poesía en prosa o prosa poemática o prosa en que subyace un fuerte acento lírico o épico, expresionista o realista, superreal u onírico, según el caso. Pero siempre bajo el signo de la violencia y el manto luminoso de la conciencia crítica . Para no incurrir en tecnicismos es importante aclarar que en Trazos se alternan el estilo directo e indirecto, la primera persona del singular y del plural, el discurso personal e impersonal, el monólogo y el diálogo para constituir una voz monocorde o coral, pero siempre matizada de polifonía en que ritmo y armonía se complementan. El poeta asume la voz del pintor, o entabla un diálogo con éste, realiza un monólogo propio o del artista o una proyección del uno en o con el otro, dando muestras de un gran dominio técnico y del oficio de escribano. Digo escribano, porque Pablo Montoya, con la humildad del artesano, consciente del valor de su trabajo y sin la arrogancia del vate de régimen, asume cinco “yo” anónimos y cuarenta y tres personalizados e identificables en la historia del arte moderno y contemporáneo y así puede contarnos la historia universal del amor y de la infamia, de la guerra y el desastre, de la luz y de la sombra, de los ángeles y los demonios, de la riqueza y la pobreza, del grito y el silencio, de la violencia y la concordia. Hay también rebaba, como es lógico en grabados de este tipo. O, cuando menos, no todo lo que ha sembrado en su jardín, tiene que gustar sobre todo por lo que a los pintores nacionales se refiere. Más aún si se ahonda en lo que se declara en la contraportada: “Trazos es un recorrido estético y literario por el mundo de la pintura desde las expresiones rupestres hasta los pintores colombianos contemporáneos más destacados; una propuesta que busca sensibilizar a amplios públicos con el mundo del arte a partir de una mirada literaria”. ¿Qué es un recorrido estético? ¿Sobre qué base se definen y quién decide por qué Débora Arango, Alipio Jaramillo,  Fernando Botero y Fabián Rendón son los pintores contemporáneos colombianos más destacados, cuando hubiese bastado decir “antioqueños”? ¿Qué significa sensibilizar a amplios públicos con el mundo del arte a partir de una mirada literaria? No obstante, es preciso recordar que se trata de la pinacoteca personal de Pablo Montoya y no de la de ningún otro. Cinco “yo” anónimos, se dijo antes, con los que en Trazos, su autor arranca para este extenso periplo, de espacios y tiempos lejanos y distantes: Lascaux, Tebas, Paracas, Tierra adentro y, en el medioevo, el laberinto del piso en mármol de la catedral de Amiens. A cada imagen se yuxtapone un texto que no es descripción de narrador o interpretación de esteta o de crítico. Todo lo contrario: en su condición de poeta entabla un diálogo o se ubica en el tiempo-espacio de la imagen para expresarse con voz personalísima y, si es preciso, aplicar su lectura a la realidad contemporánea. Todo como variación de un mismo origen o como, con otras palabras, dijera Borges: “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas […] Quizá la historia universal es la diversa entonación de algunas metáforas” (Otras inquisiciones, 1952). Los temas son incontables y resulta vano hacer listas. Baste decir que contiene el catálogo de las miserias y logros, virtudes y defectos, pasiones cálidas y frías, alegrías y dolores, en su doble faz, individual y colectiva, de la condición humana. Merece la pena, en cambio, hacer un esfuerzo de síntesis para medir el pulso de Trazos y su innegable valor y calidad, con algunos de los grandes maestros de la pintura cuya obra componen este cuaderno, ante la imposibilidad de brindarle al lector todas y cada uno de los que están presentes en él. La sucinta lectura que propongo la he realizado para todas las obras y artistas de Trazos. Hago la premisa que a cada obra de esta pinacoteca y al lenguaje adoptado por Montoya le hago corresponder una o varias modalidades de la palabra y he llegado a clasificar noventa y ocho. Sirvan como ejemplo: obsesiva, multiforme, sarcástica, deductiva,  catártica, violenta,  sombría, dudosa, tierna, apocalíptica, serena, erótica, piadosa, arrobadora, fugaz, catalizadora, etc.  Y no dudo en precisar que los principios que regían en la antigüedad clásica: la pietas y la humanitas, en literatura,  se hallan presentes de manera rotunda en estos textos palpitantes, sobrios y densos del poeta colombiano. Sobre la base de la observación de la pintura, seguida de la lectura del texto de Montoya, después de citar el título defino, la primera, con uno o dos sustantivos y, la segunda, con una frase breve. Tiro a suerte siete números a caso entre seis y cincuenta y uno (los números de página de los cuarenta y tres artistas modernos y contemporáneos) y resultan: Cranach (con uno de los textos más bellos y mejor logrados), Tiziano, Veermer,  Géricault, Manet, Van Gogh y Hopper. Por respeto al lector, siempre a suerte, agrego un colombiano: Alipio Jaramillo. Lucas Cranach,  Adán y Eva (1528): el erotismo; la carne y la pulsión se elevan hasta alcanzar el éxtasis. Tiziano Vecellio, Magdalena penitente (1560): la sensualidad; la metáfora hecha piel, la piel hecha cuerpo, el cuerpo por concupir. Jan Veermer, La carta (1663-64): el sosiego; la palabra serena sublima la escena. Théodore Géricault,  La balsa de la Medusa (1819): el delirio (la tragedia); la palabra sintetiza la decadencia y la ruina de occidente.  Édouard Manet,  Retrato de Sthépane Mallarmé (1876): la búsqueda; la luz se transforma en poesía. Vincent Van Gogh, Autorretrato (1888): la condena ; el regodeo de la muerte entre perfección y caos. Eduard Hopper, Autorretrato (1925-1930: la desolación (el vacío); la palabra sincopada ritma la caída y la ausencia del mundo. Alipio Jaramillo, Masacre (1956): la patria; la palabra se incorpora y apropia del tema de la violencia y la crueldad de un país en guerra. Se trata de escritura delicada, alusiva, tierna, sangrienta, sísmica, agresiva o reflexiva, pero siempre de combate, al fin de desentrañar verdades desgarradoras o dulces, aterradoras o amables, sobre la esencia y la existencia del ser humano en este mundo de hoy. Mundo loco y de locos del que da cuenta este bello cuaderno.