Paisaje y violencia: Los derrotados de Pablo Montoya

Cuando los escritores de ficción incluyen para iniciar sus novelas y cuentos uno o varios epígrafes, por lo general ceden a esta tentación, muchas veces mal entendida, para rendir gratitud a un autor, a un libro, o a unas palabras cuyo efecto o vínculo con el texto al cual anteceden permanecerá secreto. O también para subrayar una filiación o parentesco que quieren hacer reconocibles; o para hacer un guiño al lector sobre una posible clave; o para reafirmar con elementos de la tradición personal una búsqueda y opción tomadas. O quién sabe en cuántas ocasiones por seguimiento de un inexplicable destello, tan propio de la poesía, y que tiene la apariencia de arbitrario. Huella o pista, saludo o invocación allí está después de la página de cortesía, de los créditos legales, del título, en el pórtico de la novela o los cuentos. La novela Los derrotados de Pablo Montoya, entre el resignado lamento de Rivera y el imperativo moral y quizás estético de Piglia, trae un epígrafe más que despertó mi curiosidad y solo me permitió descifrarlo una vez concluí las páginas de esta riesgosa, interesante y provocadora novela. Se trata de una línea de Albert Camus, quien por cierto asoma su sombra en la ética que rechaza la eficiencia y se apega a la ilusión, ésta como negación de la miseria, y quien la escribió para hoy ser entresacada de montones de palabras, situaciones e ideas por Pablo Montoya. Escribió Camus: Si quiero escribir sobre los hombres, ¿cómo apartarme del paisaje? Fue ésta, la decisión del epígrafe, la primera temeridad que recibe el lector del novelista. Temeridad por cuanto el código del paisaje en nuestra América ha logrado sustituir su complejidad por la exaltación de un exotismo que deslumbra y oculta lo humano. La naturaleza como imperio y regente que devora voluntades, saberes, sentimientos, tensiones de la vida. Como si esa naturaleza tan representada por el abigarrado mundo vegetal de la selva careciera de aquello que significó el buque para los viejos misterios del mar. Entonces Pablo Montoya se enfrenta a la intuición de Camus, alejada de las convenciones de la antropología y retoma, o la percibe después de escribir, y replantea las acepciones clásicas de paisaje. Ya se sabe: extensión de terreno que se ve desde un sitio. El novelista escoge su sitio desde el cual otear. Este, en la novela Los derrotados, es indagar, contar, conjeturar, hacer visible. A lo mejor el lector encontrará que en ese aspecto importante de la narrativa moderna, la escogencia del detalle, Montoya selecciona qué de aquello que mira él ve. A lo mejor una historia de Chesterton ayude a mostrar lo que hace el novelista. En la mañana de un domingo londinense el señor Chesterton sale al campo con sus bártulos de pintura. La ayudante doméstica, mirona y solidaria, constata con las preguntas si lleva lo necesario, si se ha abrigado bien, y cuándo regresa a comer. Al anochecer el señor Chesterton vuelve a casa. El ama de llaves lo recibe y le recibe caja, rollos, asiento portátil, trípode, abrigo. Se le nota la expectativa por ver lo que el señor pintó. Chesterton condescendiente desenvuelve el lienzo y lo extiende frente a ella. La mujer queda indiferente, casi decepcionada. ¿Qué ve? Una figura sin forma, una mancha de color rojo intenso. Logra hablar y le dice: Mi señor, usted ha estado el día entero a la intemperie en la campiña, ¿para eso, apenas para eso? Y Chesterton le replica: Vi una vaca, la veía desde sus cuartos traseros, apenas rumiaba sin cambiar de posición, yo la miraba y lo que le vi fue el alma y la tenía ¡toda roja! Pablo Montoya como los nuevos jóvenes artistas visuales que descubren el paisaje, como Nelson Vergara, o que vuelven fugitivo el territorio, como Mario Opazo, han desembrujado esa opresión vegetal para rescatar la vida y la historia, el instante de presente que la vanidad humana reduce a los minutos de un reloj de pulso. Una ambición como la del novelista Montoya requiere de un poder descriptivo escueto. Y esto no es un voluntarismo injustificado de narrador. Por el contrario, tiene que ver con los fundamentos de su estrategia narrativa. Los derrotados se acerca a un fresco o mural de hoy donde la aventura de Francisco José de Caldas es un vagón en la ruta de las transformaciones sin etapa de llegada de la vida colombiana y americana. Ese vagón jalado por las máquinas de las independencias hace un paralelo con las rebeliones recientes. Los derrotados apela a diversos mecanismos para su forma: el relato en tercera persona, el diario, las cartas, los apuntes, la conciencia del narrador. Ello no genera agotamiento, pero sí permite al autor un texto que asume los retos de su tiempo y esclarece mediante las virtudes de la ficción los espejos engañosos de la época y las trampas de la realidad cercana. Una perspicacia dedicada logra un equilibrio fino y sutil. Así como los personajes que encarnan científicos de Pablo Montoya describen, dibujan, trazan esqueletos de las plantas, los personajes que encarnan fotógrafos ahondan un testimonio de muertos y de guerras. En el designio de Montoya de ver el alma, o de invocarla, son de la mejor ley las anacronías que potencian personajes y situaciones, Novalis, Maeterlick, Darwin, Montejo, traídos ellos no para una exhibición de erudito sino para acrecentar la gracia de la novela y su vocación de clarividencia. El lector encontrará, camufladas en el diario, y con el pretexto de observaciones de un sabio en botánica, algunas de las sentencias y reglas que surgen de esta novela y la iluminan. Incluso en su desolada lección de derrota.