Alcantarilla insondable

Toda gran ciudad es un inmenso estercolero. De la ciudad luz lo afirmaron viajeros en épocas diferentes. Uno de ellos, un italiano renacentista, aconsejaba recorrer la capital francesa con un manojito de flores cerca a la nariz. Otros recuerdan la poco cívica costumbre de los parisinos medievales de desembarazarse de sus porquerías caseras a través de puertas y ventanas. Tal hábito fue muy difícil de erradicar, y lo único que lograron las autoridades, durante mucho tiempo, fue que la gente, antes de lanzarlas, gritara tres veces: "¡Cuidado con las aguas!"  Por siglos las calles durmieron y despertaron en medio de la pestilencia. Se escribieron, siempre con el tono de las desesperadas quejas, numerosos informes salubres. Hubo que enfrentar esas lluvias fatídicas que lanzaban a la superficie los miasmas de abajo. Y, por supuesto, se debió soportar el flagelo de las epidemias. El cólera de 1832 hizo mover, por fin, el engranaje estatal para que se empezara a construir uno de los alcantarillados más óptimos y sofisticados del mundo. Tan sofisticado que figura en la guía de visitas y espectáculos de la ciudad desde 1867. Ir al alcantarillado de París puede resultar excesivo, a no ser que se quiera hacer una tesis de ingeniera sanitaria o algo parecido. Pero es imprescindible para quien desee conocerle el pulso, aunque la palabra pudiera ser otra, a la ciudad donde se vive. Es aconsejable, en todo caso, acercarse a Víctor Hugo. Porque ciertas páginas de Los miserables son como una guía para los que se pierden en medio de cloacas. Recorrido por un París penumbroso, desde los tiempos de Lutecia hasta la segunda mitad del siglo XIX, los pasos de Jean Valjean nos llevan a tientas por el "intestino de Leviathán". Víctor Hugo señala, sin embargo, la gran diferencia entre el alcantarillado de antes y el que existía cuando él acabó de escribir la novela. Este último es un alcantarillado limpio e iluminado cuyo limo se comporta decentemente. Nada que ver con el dédalo nauseabundo de antaño donde a veces se ahogaban amantes en fuga o se extraviaban para siempre temibles proscritos. El de finales del siglo XIX es un sistema de galerías donde, según el escritor, reina una arquitectura propia del más acendrado clasicismo, y en el que las lluvias lavan los cauces en vez de ensuciarlos. No es de extrañar entonces que un sitio así, y en manos de  franceses inclinados a convertir patrimonio cultural hasta sus lúgubres desaguaderos, sea apto para ser visitado y despertar la admiración. Víctor Hugo, de todos modos, previene a sus lectores diciendo que mucho cuidado porque el de París es un alcantarillado respetable pero traicionero, y más hipócrita que irreprochable. Mejor dicho, alcantarillas cuyas apariencias engañan puesto que esconden, detrás de su  aliento sospechoso, los enormes sedimentos de la descomposición humana. Visitarlas ahora hace parte de lo que podría llamarse, increíble paradoja, una "límpida travesía". Y todo empieza con los términos con que los especialistas se refieren a los intríngulis de este subsuelo. La lengua francesa, se sabe, es encantadora por la manera en que aborda ciertos fenómenos. Lo que para el español es un lunar, para el francés es un "grano de belleza"; dicen "arco-en-el-cielo" a nuestro breve arcoiris; a la selva implacable y devoradora la nombran "bosque virgen". Utilizando un mecanismo similar se ha creado un vocabulario propio de las alcantarillas. A los hoyos de entrada en las calles les dicen "miradas", "galerías" a los oscuros pasillos, al sedimento de desechos que se posa en los canales subterráneos lo llaman "arenas bastardas". Retórica empleada para aligerarle al visitante las descripciones del lugar y el oficio del alcantarillero. Oficializadas pues las visitas a las alcantarillas, ellas se hicieron, entre 1892 y 1920, en un vagón. Y hasta 1975 en barco. Las mujeres, cuentan las crónicas, descendían protegidas por un frasquito de perfume. Y los hombres, más valientes, lo hacían con las narices desnudas. La visita, entonces, tenía un cierto rostro de viaje al centro de la tierra. O, si se quiere, a uno de esos extremos de la noche que describe Ernesto Sábato en su "Informe para ciegos", cuando Fernando Vidal se extravía en las "abominables cloacas de Buenos Aires". Hoy es de las cosas más inofensivas. Y no podría ser de otro modo, ya que se trata de recorrer simplemente un museo de la higiene. Lo poco que se puede ver en la actualidad es amplio e iluminado. El corto itinerario es hecho a pie. Y es verdad que ante los pocos metros que representa el museo, comparados con los más de 2.000 kilómetros que abarca el alcantarillado de París, uno podría sentirse "tumbado". Pero ¿a quién se le ocurriría reclamar el barco de otros años para navegar sobre la escoria de sus semejantes? Sin embargo, hay dos trayectos llamativos. El primero es el más emocionante por lo repugnante. Se trata de una vasta galería en sombras desde cuyos barandales se puede observar, a un lado, la nave que usan los trabajadores para transportarse y, al otro, el fluir de una de esas corrientes bastardas. Al observarlas, Heráclito y Hitler vienen a la mente, se piensa en el tímido manantial y en la estruendosa desembocadura, en las millones de bocas que comen y en los millones de anos que regurgitan por los sanitarios. Y es inevitable concluir que una cloaca siempre será una melancólica definición de la condición humana. El segundo es un tramo propiamente informativo. Del techo penden carteleras donde se cuenta la historia del alcantarillado de París, desde el que hicieron los romanos en la época de Julián el Apóstata, hasta las grandes centrales de hoy que tratan las aguas sucias. Lo curioso de este recorrido es que se hace caminando, muy lentamente si uno quiere informarse bien, sobre un depósito de basuras, visible a través del piso enrejado. Original manera de leer la historia del hombre por vencer el poder de sus propias heces. Como la mayoría de los visitantes se hunden en pañuelos o en el cuenco de las manos, se considera que un museo más moderno podría alquilar máscaras. Pero el personal administrativo de las alcantarillas, en razón de sus uniformes, parece estar formado por alcantarilleros. Si es así, cómo pedirles a ellos, acostumbrados a enfrentar los conflictos de los parajes más profundos y enrevesados, misericordia hacia personas que sólo van de paso por la zona pulcra de su gran dominio. Sucedida la visita, se siente una especie de nostalgia por las alcantarillas recreadas en la literatura. Ahora, en las "reales", ya no hay riesgo de perderse. Las que no están ocupadas por clanes de mendigos, respiran bajo el control de una multitud de cámaras computarizadas. ¿Qué cara pondrían Jean Valjean y Fernando Vidal frente a estos alcantarillados, y frente a la circunstancia portentosa  del hombre que le permite hacer de su mierda un motivo de turismo? Quizás los dos levantarían los hombros y, con sus miradas alucinadas, optarían por seguir en sus respectivos vertederos. Y el eco de una sentencia decimonónica se uniría al de sus pasos: "Ciudad eterna, alcantarilla insondable".
  • También prefiero las alcantarillas de Valjean. Gracias Pablo por tus maravillosos textos.

  • Una visita turística al Museo de las alcantarillas utilizando máscaras antimiasmas sería impensable y le quitaría el encanto al tour. No puedes visitar un campo de lavanda y que no huela a lavanda, no puedes ir a un concierto de rock con tapones acústicos. Buen artículo. Al final me queda la sensación de que París es un Gran Ano.