Carlos Vásquez o la silenciosa embriaguez

El oscuro alimento (1995) abre con un poema que alude a la muerte. ¿Quién implora ante el muro? ¿Quién presencia el traslado del cuerpo? ¿Quién dice que las piedras y las aguas arrullarán al ser que ha desaparecido? Hay un yo delicuescente que caracteriza este libro. Un yo que, como el poema donde se encarna, se vuelve escurridizo a la nominación. Pero ese yo, que se enturbia y se transparenta, se oculta y se asoma, es una suerte de representación de la palabra. El yo brumoso de los poemas de Vásquez se funde en ella para volverse perplejidad. Perplejidad ante la muerte, pero también perplejidad ante el amor. El oscuro alimento surge en Medellín, en uno de los períodos más crueles de su historia. Quizás por ello la realidad sangrienta de esos días sea la savia de este libro. Pero no quiero reducir a un tema una voz que es intrincada en sus insinuaciones simbólicas, y sincera en su necesidad de silencio. No pretendo contaminar esta voz con una lectura sociológica o historicista. Sé que su vínculo con la violencia es tan discreto como profundo, tan sutil aunque debería decir tan bien manejado, que pasa desapercibido por quienes rastrean la sangre en la poesía colombiana. En El oscuro alimento no hay nada anecdótico. La oscuridad luminosa de sus versos brota de un territorio donde la poesía se basta a sí misma. Pero me es inevitable, al volver sobre algunos de sus poemas, encontrar el rostro de la muerte en Medellín. La que implora ante el muro cree que quien la asiste es a sombra. Hermanos dispondrán el traslado del cuerpo. Lo pondrán en losa solitaria. Atarán sus cabellos a piedras ciegas. La cisterna lo arrullará en el pleito de sus aguas. Siempre he creído que la poesía, a diferencia del cuento y la novela, es la única capaz de levantar un túmulo memoria frente a la muerte. Sigo pensando que ante la racha de obras literarias que ha brotado de nuestra desolación, sólo los poemas pueden consolar. Unos pocos versos desnudos valen más que centenares de páginas bulliciosas a la hora de querer aproximarse al centro de nuestra muerte y recordar la presencia de quienes lo habitan. Los primeros poemas de El oscuro alimento me confirman en esa certeza luctuosa. Me hablan y me consuelan porque la suya es una estancia donde se escucha con nitidez el silencio de los muertos. Porque la tinta con que están escritos es la saliva de ellos. La superficie donde se escriben los libros de Vásquez, desde El oscuro alimento hasta Aunque no te siga (2008), es la superficie del sueño y también de la memoria. Su objetivo, sin embargo, me parece que es uno solo: intentar colmar el vacío que deja la muerte. Lo que resulta llamativo de esta labor es que acude a un método arduo. Se llena tal vacío usualmente con la celebración de la tierra, o con el júbilo y el repudio que suscita el otro. Vásquez lo hace enfrentando los semblantes de la misma muerte. Y aunque una buena parte de su poesía se dedique a gozar el agua, la hoja del árbol, la noche, la existencia a través de las manos y las bocas, los meandros de esta celebración siempre culminan arrojados al estupor suscitado por la muerte. Y es que el poeta sabe, y su poesía no es más que una progresiva confirmación de ello, que escribir es una forma de morir. En este sentido, al escribir, Vásquez mora los abismos del no ser. Y para lograrlo se impregna de la extrañeza del despojamiento. Para quien visite por primera vez esta obra, su poesía resulta hermética, excesivamente silenciosa, casi autista por las maneras sintácticas en que trasiega su sintaxis. Porque es verdad que en ella se evitan palabras que para un lector común de  poesía resultan imprescindibles. En realidad, el proceso de la escritura de Vásquez recuerda al de Osip Mandelstam. Ambos escriben el poema en la mente, luego lo plasman en el papel y durante días y meses y años lo van depurando a sus de palabras casuales. Y las palabras casuales son buena parte de los pronombres, los adverbios, gran cantidad de preposiciones. También son casuales los adjetivos y todo aquello que dice más de lo necesario. El máximo atributo de esta poesía es su reducido vestuario. Ni siquiera es sobria o elegante. No pretende llamar la atención porque jamás su desposeimiento es artificioso. Se trata de una desnudez expresada con autenticidad. Y en la adquisición de esta desnudez se asiste a circunstancias contradictorias. Hay eliminación de versos opacos para aumentar el espesor de la oscuridad. Desaparecen destellos exagerados para pronunciar la luminosidad de la palabra. Sin embargo, cuando la poesía cree sentirse revelada por la luz surge con toda su carga el vacío. Aquí reside la principal paradoja que modela la poética de Carlos Vásquez. En Fisura, uno de sus libros inéditos, el poeta se siente hueco con frecuencia. pasé la tarde desposeyendo pequeño sosiego la persona luego subiendo sin pasar hubiera querido cortar para decirlo sentí de golpe lo que es quedarse hueco Rota corporeidad que es la mejor manera de la desnudez. Por ello en Fisura, libro de dolor, poesía de la desolación, la alternativa por la falta de puntos, la ausencia de letras mayúsculas, la presencia de principio a fin de una quebrazón en la sintaxis es fundamental. Estos factores no son fortuitos, ni pretenden asumir la faz de una especie de vanguardia desarticulada donde los versos parezcan cojos y su significado menosprecie la comprensión. Todo esto nace de una búsqueda solitaria, quizás una de las más genuinas de la poesía colombiana, que comienza con El oscuro alimento, pero que en Fisura alcanza su máxima hondura. Y uno se pregunta ¿cómo es posible que en geografías literarias tan afectas a la retórica y a la perorata haya surgido una voz cuyo anhelo no es más que ser un hilo de voz? ¿Por qué esta ínsula casi muda en medio de mares altisonantes? Trato entonces de buscar correspondencias entre poetas que se hayan aventurado a una escritura similar. Y encuentro una cercana hermandad en la desnudez lírica entre Carlos Vásquez y José Manuel Arango. La de éste último, empero, acude casi siempre a un corto asunto que modela la historia del poema. La poesía de Arango, a pesar de su admirable parquedad, posee un elemento narrativo ajeno del todo a lo que propone Vásquez. Pero ¿a qué conduce tal despojamiento? Para responder esta pregunta es necesario abarcar el horizonte de los libros de Vásquez que no culmina en Aunque no te siga, sino que llega a un límite opresivo con Fisura. Conduce al silencio. La poesía y la música, se sabe, no son el silencio. Su mayor aspiración acaso sea rozarlo, hundirse en él, ser él mismo. La poesía es palabra y la música es sonido y ellos son la mejor prueba de que la vida es dichosa o triste agitación. Con todo, esta escasez de palabras, sedimentada hasta el secreto y destilada hasta el misterio, desea el silencio. Lo sueña, lo ronda, lo persigue, se impregna de él en la brevedad y la contención. Hasta terminar siendo presagio y corroboración del vacío. Hay otras realidades que alimentan a estos poemas. El tiempo detenido, la luz fugitiva, es decir, esos agujeros donde el tiempo se atasca. Y hay otro fruto que irriga toda la obra de Vásquez y es el eje de su libro Agua tu sed (2000). Aquí el poema es puro líquido derramado. El agua es clemente y es voraz. Acoge y expulsa. Es prefiguración de la catástrofe y ansiedad de permanencia. El agua despoja y a la vez somete. Es la inevitable violencia y la esperada docilidad. El vaivén incesante de este libro no desecha en ningún momento la certeza de que ella traza el rostro de la divinidad. Y este dios se hace aún más visible en la experiencia acuosa del amor. La noche deambula por el agua y ambas se funden en la lengua del amante y en el temblor de los vientres que se juntan. Esta celebración del agua, que transcurre entre el júbilo y la melancolía, es única en la poesía colombiana. Recuerda, en cambio, en la profundidad de su canto los mejores momentos de Vicente Gerbasi, esa otra voz memorable del agua. Al leer Agua tu sed he comprendido, y esta comprensión es de raigambre sensorial, el ensueño que atraviesa el lirismo acuático de Tarkovski: Despierto y es el agua, monótona y blanca Quisiera quedarme Me quema el ruego de ser visto Oigo el agua interminable, pero ¿dónde? Gota a gota la noche se despeña. Multiplicidad de miradas, el tema aquí se torna gota, caudal, estanque, mar. Presencia palpable y también inasible, el agua se convierte en uno de los objetos primordiales del universo poético de Vásquez. Y es verdad que para nombrarla emplea el adjetivo. Porque si en sus otros libros éste se evita, aquí aparece, no de modo exagerado, sino preciso. El agua entonces es silenciosa, enamorada, perpleja, sigilosa, pensativa. Sin embargo, ella no avanza sola, sino que está siempre unida a la piedra, su elemento opuesto y su reflejo. Pues es en esta oposición, que actúa como complemento, donde el amor adquiere para Vásquez su mayor relieve. Extraña lucha la que emprende el poeta con el secreto y el misterio de la palabra. Bajas por mi sangre gozosa pendiente No bastas palabra La carne se abisma Caigo empujado por tu peso se dice en  Hilos de voz (2004). Y es que en la imposibilidad del hallazgo también se produce la revelación. Somos búsqueda de la transparencia, pero es en la turbiedad del rumbo donde es palmario el fundamento del ser. Y cuando hablo de turbiedad me refiero a uno de los matices más inquietantes de esta poesía. Ya Gloria Gervitz decía de ella: “Se escribe de lo que se desconoce. Se aprende a estar en la violencia de este adentro”. De aquí que el yo en Vásquez sea impreciso, borroso, vago. Nos hacemos oscuros porque el derredor es vaporoso e incierto. Y no es nada fortuito que el epígrafe de Aunque no te siga acuda a los versículos de Job: “… somos de ayer, no sabemos nada; / Nuestros días son una sombra sobre el suelo”. De esa sombra atestiguan estos poemas. Los primeros versos de Aunque no te siga son reveladores de esta incertidumbre. ¿A qué espesura se entra? ¿A quién se intenta tocar? ¿Quién habla y a quién se ase? ¿Se trata de una presencia física, que puede ser el amante mezclado con la noche, la playa y  el viento? ¿O se trata del territorio abisal de la poesía? En todo caso con los versos Me dejaste solo Entro en la espesura Y la noche gira se penetra a un mundo de sensaciones amorosas, de comunicación ambigua, de silenciosa aproximación a los muertos, donde la soledad es la constante y sus mensajes parecen fulgores que actúan como un ruego. En este encuentro con el ser de la poesía aparecen, además, las presencias fundacionales: el padre, que es la tierra; la madre, que es el fuego; los hermanos, que son el tiempo y la hierba. El oscuro alimento y Aunque no te siga se comunican en  la intensidad de estos lazos familiares que se proyectan no hacia el terruño, sino hacia el cosmos. Pero también se comunican en sus muertos y en sus noches que enlaza la soledad resplandeciente del poeta. La palabra es un nudo y Vásquez, en Aunque no te siga, lo hala y lo desamarra. Vela por él y se desvela por ella. ¿Habrá un acto más arriesgado en las ondulaciones de este largo poema que el velar por la palabra? Vásquez sabe que el tocar oscurece. Que el dar pasos produce siempre un desvanecimiento. Que en el tránsito por el asombro el poeta nunca es el mismo. Que todo es breve y de la brevedad sólo permanece una queja. Que no hay nadie que diga la palabra esperada en el instante de la muerte. Y que en ese allá inevitable se entra irremediablemente solo. Por ello no hay verdades en este libro. Hay, más bien, una continua expectación donde no se sabe nada. ¿Qué saben mis sombras lo que llevo dentro? ¿Sé el rumbo que llevo? ¿Dónde algo termina? ¿Si queda asidero? En qué me convierto Por cuál noche entro Qué brasas me roen. Perplejidad, vacío y desposeimiento son la esencia que hacen bella la poesía de Carlos Vásquez. Belleza silenciosa que ofrece una oscura embriaguez
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