Adiós a las solemnidades

Levantar una bibliografía sobre el tema de la Independencia de nuestro país sería una gesta tan heroica, accidentada y defraudante como las que se narran en esas historias interminables donde los próceres de la patria son seres más próximos a la divinidad que a los avatares propios de falibles mortales. Desde aquellas epopeyas elementales y floridas que nos inculcaron desde muy temprano en nuestra primaria y secundaria (ilustradas con nuestros “geniales” dibujos que copiaban las risibles —hoy risibles— imágenes de los adustos señores de enormes patillas, bigotitos, pelo engominado, peinado hacia adelante y flamantes charreteras con flecos que eran una delicia para dibujar), hasta las enciclopédicas e “investigadas” que pululan por doquier a manos de profesores, historiadores, escritores de oficio y académicos de pura cepa, pero que, en últimas, en su inmensa mayoría, dicen lo mismo, es decir, nos cuentan la historia de mártires, héroes y próceres que “dieron la vida por la patria”. Esa última frase es ya una suerte de mantra con el que se han pretendido simplificar y aliviar todas nuestras penas y desdichas, como en los malos finales de las historias forzadas. Pero además estatuas, películas, novelas, poemas y retratos al óleo complementan la apabullante presencia de las historias y referencias de nuestros insignes héroes de la patria. En las expresiones del arte, vale decir, es donde, en tiempos relativamente recientes, encontramos otra manera de ver la ampulosa y ficticia narración que desde tiempos inmemoriales nos muestran quienes, ingenuamente, han pretendido aleccionarnos con ejemplos de moral, valentía y probidad de parte de quienes se erigían como nuestros más preclaros salvadores. El libro Adiós a los próceres de Pablo Montoya Campuzano es, tal vez, el último (salió en diciembre) título de los varios que se publicaron en 2010 con motivo de los 200 años de la Independencia, aunque sea apenas uno más de los muchos que se leen con tan socorrido tema. Pero es, sin duda, el más singular por el punto de vista que asumió el autor, lejos de cualquier compromiso: ni académico, ni patriótico, ni erudito, ni pretendidamente fidedigno. Más bien puede tildarse de imaginativo, sarcástico, irreverente y mordaz. “Vacío e irrisión” dice el autor que encontró en el largo recorrido de lecturas y pesquisas por los intríngulis y personajes patrios para llegar a este conjunto de 23 nombres que, de Nariño a Morillo, componen un conjunto donde prima el certero conocimiento de sus vidas, aventuras y peripecias, pero, ante todo, donde prima la descarnada biografía que no oculta la ridiculez, la mentira, la politiquería, la ignorancia y la caricatura de quienes, en las historias oficiales, son un cúmulo de virtudes y heroicidades. Montoya no hace apologías para satisfacer a quienes festejan y conmemoran a nuestros héroes sino que escribe una suerte de semblanzas echando mano de ingredientes como las biografías y los documentos históricos que existen por doquier, pero pone otro tanto de su imaginación y de su inventiva porque, como digo, el autor no pretende complacer el gusto de aduladores y áulicos. “Lo que me atrae de la narrativa histórica es la imaginación abrazada a la invención apócrifa y no el respeto sacrosanto de los acontecimientos […]”, dice en otro aparte de la presentación. Allí mismo refiere las influencias de Borges y de Vidas imaginarias de Marcel Schwob (1867-1905), también 23 semblanzas de personajes reales en escritura arbitraria. De Schwob y de su libro dice Borges, precisamente: “Inventó un método curioso: los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén” (Del prólogo a Vidas imaginarias, Ediciones Orbis, 1986). El preciso comentario del argentino sobre Schwob cabe perfectamente al colombiano. Con la diferencia de que Montoya no “inventó” el método sino que se lo apropió, lo cual es lícito, ya que en arte casi todo es producto del saqueo. Si no fuera así, estaríamos en manos de la aburrida originalidad, esa que no existe cuando se trata de verdadero arte. Para qué redundar en que saqueo y plagio no son, nunca, la misma cosa. En 2009 Pablo Montoya publicó Novela histórica en Colombia 1988-2008. Entre la pompa y el fracaso (Editorial Universidad de Antioquia), título que ya evidencia una dura crítica a la tradición novelística de nuestro país en torno al espinoso tema de los héroes y próceres, casi siempre amañado y tratado con ánimo, sobre todo, de aleccionar y de educar, obviando los pormenores, la letra menuda de los mil episodios que, mal que bien, tienen que ver con nuestro pasado. La pregunta: ¿De dónde venimos? no queda estrictamente contestada si apenas nos basamos en aquellas historias y aquellos personajes que nos “pintan” de las gestas de independencia. Ese libro teórico de Montoya nos muestra el claroscuro de la narrativa histórica colombiana en los últimos diez años y saca en limpio no pocas conclusiones que tienen que ver con la defensa de la imaginación y la libertad como elementos fundamentales a la hora de abordar los temas de la historia. Y allí quedan tendidas más de una de las obras largamente aclamadas por la publicidad literaria, por los intereses editoriales y por la crítica proclive a caer rendida a los alardes poéticos y grandilocuentes, antes que al humor y a la crítica. Es por lo anterior, entonces, que Pablo Montoya, como si se tratara de pasar de la teoría a la práctica, o de cobrarse una especie de deuda, escribió Adiós a los próceres. Para tirarles tomates a nuestros héroes, tal como se ilustra en la portada del libro. A todas sus “víctimas” les pone, en los títulos, un distintivo, oficio o característica después de sus nombres, un remoquete de los que poco o nada nos habían dicho en las biografías “autorizadas”: “Antonio Nariño, traductor”, “Manuel Rodríguez Torices, cantor”, “Pedro Groot, mudo”, “Francisco Antonio Zea, deudor”, “Jorge Tadeo Lozano, zoólogo”, “José María Cabal, ocioso”, “Simón Bolívar, bailarín”, Francisco de Paula Santander, leguleyo”, “Manuela Sáenz, amante”, para citar ejemplos. Lo que sigue, en los relatos propiamente dichos, son frases cortas separadas por puntos seguidos (estilo acostumbrado del autor) que, en una técnica de atmósfera envolvente, va tejiendo las historias de no muchas páginas conformadas en un solo gran párrafo que da cuenta del personaje en  cada caso. Entre la verdad y la ficción, entre el chascarrillo y la seriedad, entre la crudeza y la poesía discurren muchos de quienes, al fin, tuvieron el anhelo genuino del servicio a una causa libertaria y fueron presas del delirio, la ambición, la arbitrariedad y, en muchas ocasiones, la derrota y la muerte. Pondré dos botones de muestra para evidenciar lo que afirmo sobre esta escritura punzante e incisiva. De Francisco José de Caldas se pegunta en momento dado: “Qué habría pasado si Caldas, por ejemplo, hubiera nacido en Francia o en Alemania o en Italia o en Suecia? Pues que habría sido un gran científico: una especie de Newton, de Galileo, de Linneo, de Buffon. Por morir a mitad de camino, y no publicar sus descubrimientos cuando debían publicarse para aportar al avance de las ciencias, Caldas llegó solo a ser el desmesurado sabio de una patria embobecida […]”.Y de allí va a la atormentada y nunca fructífera vida del botánico y científico, acentuando su limitada condición en un medio provinciano, pobre e ignorante que nunca entendió ni, menos, patrocinó sus conocimientos. Sentencia el autor: “Un país que ha pasado casi toda su vida gastándose su plata en guerras y más guerras —contra federalistas, contra liberales, contra conservadores, contra radicales, contra draconianos, contra gólgotas, contra comunistas, contra guerrilleros, contra paramilitares, contra narcotraficantes, contra terroristas—, qué va a tener dinero para la investigación. […]”. Y de Bolívar, a quien llama “bailarín”: “Y la tierra. ¡Ah!, las extensas tierras americanas que les quitó con tanto denuedo a los españoles para dárselas, como premio a su valor, a sus caudillos colaboradores. Tal reforma agraria se la debemos también a su persona magnánima. Él, por supuesto, murió sin nada porque todo lo dio y de todo se olvidó en la persecución frenética de la celebridad. Amparados en tal abnegación franciscana, hay quienes lo veneran y lo ponen al lado de Jesucristo y don Quijote. Los que lo alaban hasta los hipos, los eructos y las flatulencias que emitió, dicen que, como genuino guía pueblerino, Bolívar jamás se arrepintió de sus fechorías […]”. Ahí tenemos a un Bolívar inédito en la pluma de un ironista, de alguien que se divierte escribiendo sobre las bellezas de la patria, antes que ponerse, solemne, la mano derecha al lado del corazón, gesto retórico y mentiroso como casi todo lo que viene de nuestros “defensores de la democracia”. El escritor que ríe ya había dicho de Bolívar que “La fragancia sincrética, más sus viajes que otorgaron un toque exquisito a sus maneras, y el saber bailar mejor que nadie la contradanza, atrajeron el fervor de las mujeres más apasionadas. Tuvo tantas amantes como condecoraciones y a todas parece que colmó […]”. Al final de su crónica dice que uno de los militares que acompañaban a Bolívar en su lecho de muerte le contó (de esa manera el narrador se inmiscuye en la trama y se hace protagonista) que atrás del primer grupo de expectantes había otro, de “bardos noveleros”, y cita a José Martí, Guillermo Valencia, Miguel Antonio Caro, Fernando González, Álvaro Mutis y García Márquez, entre otros. Y que este último “hacía cuentas con su estilográfica sueca” (otra forma de romper el hilo cronológico y de poner al lector, de súbito, en tiempo presente, con temas de actualidad, lo cual también es propio de Montoya en varios de sus libros y relatos). Divertido, humano, ridículo, sagaz, valiente y dictador son adjetivos que le caben al libertador de Pablo Montoya. Es decir, un ser humano completico, no un mamarracho de tinta, papel y babas que es lo que hacen de él presidentes, políticos, guerrilleros y aduladores de oficio. Adiós a los próceres es un libro, finalmente, al margen de las preocupaciones trascendentales de un escritor. Escrito con la frescura y el vuelopluma de quien quiere exorcizar los demonios que le acechan en empresas de otra envergadura, de otros calados. Casi todos los escritores necesitan escribir estos libros, suerte de interregnos literarios, para curarse en salud. A veces, como en este caso, sale un libro para el humor y el divertimento, pero que, al mismo tiempo, es una certera estocada a la solemne verdad que sustenta las mentiras que hemos aprendido de memoria desde niños por cuenta de nuestra ignorante y sumisa educación.