Una travesía musical por el siglo XX

Alex Ross ha superado un reto difícil con su libro El ruido eterno. No sólo ha plasmado un vasto periplo artístico de una época, sino que lo ha hecho con tanta intensidad que cualquier lector, sea avisado o no en los terrenos de la música, termina por ceder a sus encantamientos. Pocos son los libros, salvo las enciclopedias con su ristra de colaboradores más o menos anónimos, que logran dibujar un caudal tan amplio y poblado de meandros frente a la historia de la música moderna. El ruido eterno goza de tantos atributos, informativos y críticos, históricos y sociológicos, musicales y literarios, que no en vano, y pese a que sus contenidos solo oscilen en torno a análisis de la música clásica, se ha convertido en una suerte de best seller mundial. Su objetivo es claro: tomarle el pulso a la música durante un siglo que ha sido, en tales terrenos, como el delta inmenso de un río tumultuoso. El puesto de atalaya, por así decirlo, en el que se acomoda Ross para lanzar una mirada, entre panorámica y minuciosa, es su país de origen: Estados Unidos. De allí que se dedique un buen espacio a la música norteamericana representada por  compositores visibles como Charles Ives, Georges Gershwin, Aaron Copland, John Cage, Steve Reich, Philip Glass y John Adams. Esta presencia, digamos nacional pero abierta al mundo, se justifica porque Estados Unidos con el Jazz, el Rock, el Pop y las músicas folklóricas y sus abrazos con tendencias académicas como el serialismo, el neoclasicismo, la música electroacústica y los regresos minimalistas a la tonalidad, resulta la bisagra que permite articular el libro pertinentemente. En este sentido, Ross hace lúcidos saltos desde la búsqueda de la identidad musical estadounidense, zarandeada por las políticas estatales y la portentosa industria cinematográfica, a los antiguos centros musicales del siglo XX (la exquisita y antisemita Viena de Gustav Mahler, el París cosmopolita de Igor Stravinsky y del Grupo de los seis, la Berlín frenéticamente festiva de Kurt Weil y Paul Hindemith y el Moscú medroso y totalitario de Sergei Prokofiev y Dimitri Chostakovich). Con este procedimiento, El ruido eterno se convierte, a la vez, en una apasionante travesía musical por el siglo XX y en una radiografía sonora del mayor imperio de los últimos tiempos. Travesía que, valga la pena anotarlo, se torna inexplicablemente indiferente con el aporte que hizo América Latina y sus compositores al panorama musical del siglo. Ninguna línea de Ross es dedicada, por ejemplo, a los compositores cubanos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla que tanto ayudaron, con sus pesquisas en el dominio de la tímbrica instrumental afroamericana al Edgar Varèse de las innovadoras obras para arsenales percutientes. Héitor Villalobos, uno de los grandes músicos de todos los tiempos, apenas le merece escuetas menciones. Lo mismo sucede con Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Y músicos esenciales como Alberto Ginastera y Leo Brouwer sencillamente no existen. Esta ausencia no es fortuita y más bien obedece a una dinámica de los estudios musicales enciclopédicos tramados en los centros del poder económico y cultural. Tal aspecto de El ruido eterno remite, de algún modo, a la célebre Historia de la Música, dirigida por el francés Roland Manuel publicada en los años 60. En sus más de cuatro mil páginas América Latina es el gran fantasma invisible en este, no obstante, excelente balance de la música desde los tiempos antiguos hasta la segunda mitad del siglo XX. El ruido eterno inicia con la presencia de los compositores alemanes Richard Strauss y Gustav Mahler en los Estados Unidos, cuando el sueño americano empezaba a marcar la pauta en el ámbito de las orquestas sinfónicas y su papel de democratizar la música clásica en un país tan extenso como variopinto por sus orígenes inmigrantes. Pero decir Mahler y Strauss, en cuanto a influencias se refiere, es regresar a Richard Wagner y a Franz Liszt. De hecho, Ross sabe que el siglo XX, musicalmente hablando, inicia con las tendencias posrománticas y sus intentos, no del todo desdeñables, de desestabilizar la sacrosanta tonalidad. Y culmina con John Adams, compositor cuyo estilo refleja la compleja y atractiva fusión de músicas diversas. Adams define lo que es el gran país del norte: “una deslumbrante fanfarria hollywoodense”, unida a “grandes nubes de armonía wagneriana” que, a su vez, se abraza a majestuosos homenajes a Jean Sibelius y a Mahler, y que acoge en su seno, sin vacilaciones y con espíritu lúdico, procesos minimalistas, sonidos del jazz y el rock y experimentos electrónicos propios de las vanguardias europeas de la posguerra. Con Adams es claro que el legado clásico se recibe desde Estados Unidos. Su índole, empero, manifiesta una de las conclusiones fundamentales que ofrece Ross: la cultura musical de inicios del siglo XXI no ofrece ningún centro y el pluralismo de los lenguajes es una verdad tan vital como inobjetable. De otro lado, El ruido eterno permite comprender que la época actual ignora las figuras monumentales, por no decir heroicas, de los compositores que sobresalieron hasta la muerte de Chostakovitch y Benjamin Britten, a mediados de los años setenta. Y opta, en cambio, por mostrar personalidades musicales disímiles, ancladas en todas partes y en ninguna, bebiendo de la tradición compositiva europea, pero también ansiosas por recuperar elementos populares de África, Asia, Oceanía y América Latina. Igualmente, al finalizar el extenso itinerario emprendido por Ross (El ruido eterno tiene cerca de 800 páginas contando sus numerosas notas bibliográficas, una muy útil guía de lecturas y audiciones sugeridas y el necesario índice onomástico), se entiende que el compositor ha terminado por convertirse en una figura, a veces solitaria y periférica, a veces mediática y espectacular, que hace música sin esperar grandiosas celebridades. Y es que uno de los rasgos más singulares de El ruido eterno es mostrar, justamente, esta disolución de los perfiles, el difumino insoslayable de las tendencias contemporáneas que permiten construir un mundo sonoro que, en palabras del viejo Claude Debussy, resulta completamente quimérico e inencontrable. Ahora bien, los lenguajes estéticos analizados por Ross, que se definen desde la mixtura multicultural y que parecieran ser un matiz de la música de las últimas vanguardias, ya se insinuaban con meridiana claridad en las sinfonías mahlerianas. En el primer gran compositor del siglo se confabula la tradición contrapuntística de J. S. Bach, la orquestación romántica de Robert Schumann  y Wagner con las fanfarrias militares decimonónicas del imperio prusiano y las tonadas pueblerinas que se desperdigaban por toda la geografía de la Bohemia natal del compositor. Sin embargo, este comportamiento simbiótico de la música no es propio solamente del siglo XX. El mismo Ross sabe que esta actitud ha sido propia de otras épocas musicales. Mírese, verbigracia, la irrupción de sonoridades islámicas en las cántigas medievales españolas y en los troveros de la Aquitania francesa, los clásicos alemanes trabajando a partir de melodías de los serallos turcos, Debussy y los impresionistas alimentándose de la escala pentatónica china. Es verdad, desde esta perspectiva, y esta es otra de las conclusiones de Ross, que muy posiblemente el destino de la música que le espera al siglo XXI sea el de una “gran fusión final”, en la que artistas populares desenfadados y juguetones y compositores clásicos y serios que quieran seguir aferrados a la tradición de perpetuar el pasado, terminen hablando un idioma muy similar. Hay algo significativo en la forma en que el trabajo de Ross se fundamenta. Las fuentes son muchísimas y van desde los trabajos teóricos de los mismos compositores (los ensayos de Igor Stravinsky, Béla Bartók, Arnold Schoenberg, Pierre Boulez y John Cage, son citados con frecuencia), las biografías más sobresalientes de los músicos aparecen aquí y allá. El nombre de Theodor Adorno, a la hora de interpretar posiciones radicales del arte revolucionario frente a la vulgarización impuesta por los medios masivos de la recreación cultural, también es seguido por autor de El ruido eterno. Pero hay una obra que se levanta, como una suerte de columna vertebral, en este seguimiento dilatado de la música del siglo. Y no es un tratado de música, sino una novela. Doctor Faustus de Thomas Mann, que describe la situación del creador musical en los tiempos del fascismo, que son los del mal y del horror, permite a Ross analizar dos elementos. Sopesa, en primer lugar, las transgresiones atonales, las búsquedas tímbricas, los juegos contrapuntísticos y armónicos realizados en esos cien años. Y rastrea, en segundo término, los tormentos de los mismos compositores y su posición frente a sistemas políticos aplastantes de la individualidad creadora. Adrián Liverkhun, el compositor ficticio de Mann, y así lo explica Alex Ross, “presenta rasgos de Schoenberg y Webern, que manifestaron haber matado la tonalidad y quizá de Varèse, que se tenía por un ‘diabólico Parsifal’. Liverkhun también presagia a Boulez, con su estética del ‘más violento’; a Cage, que afirmó que iba ‘hacia el silencio más que hacia la delicadeza, hacia el infierno más que hacia el cielo’; al irónico, autoflagelante  y obsesionado por la muerte Chostakovich”. Con esta permanente presencia del compositor literario, que le ha vendido el alma al diablo para poder crear en tiempos de total esterilidad, El ruido eterno pareciera afirmar que lo diabólico es uno de los patrimonios de la música moderna. En un libro  que nombra sus capítulos teniendo en cuenta edades de esplendor, tendencias y vanguardias musicales, relaciones entre nazismo, comunismo, democracia y música, resulta insólito que se dediquen dos de sus capítulos a grandes personalidades más o menos conservadoras del siglo. Por un lado, Sibelius. Por el otro, Britten.  Por qué Alex Ross no hizo lo mismo, por ejemplo, con Stravinsky, una personalidad que, como Picasso en la pintura, bebió de casi todos los lenguajes musicales del siglo hasta tal punto que su voz es tal vez la más cosmopolita, abierta y curiosa de todas. Por qué no dedicó otro capítulo a Schoenberg, cuyo dodecafonismo representa uno de los avances más radicales de la época con su condena de muerte oficial a la tonalidad. Por qué no hizo lo mismo con Olivier Messiaen, ese músico raro, luminoso, creyente en Dios y sus mensajeros alados en medio de una época atea por moda y acaso por necesidad histórica. Las explicaciones pueden ser varias. Por un lado, el espectro de la música moderna, tal como lo plantea El ruido eterno, certifica una suerte de desaparición del compositor proteico, digno heredero del Beethoven romántico, y por lo tanto dividir el libro en capítulos onomásticos hubiera resultado paradójico. Por otro, es evidente que Sibelius y Britten son los compositores tonales más importantes en una época en que practicar este lenguaje significaba algo denigrante. No se olvide que, y esto lo estudia muy bien Ross en su recorrido, las vanguardias de la posguerra, comandadas por Pierre Boulez, Luigi Nono, Luciano Berio y Karlheinz Stockhausen, pensaban que trabajar con la tonalidad era confabularse con las fuerzas oscuras del fascismo, tan caras a los lenguajes simples y tonales de las colectividades militares. Otra respuesta, para nada fútil, es que la valoración de Ross de estos dos compositores se hace teniendo en cuenta el impacto de sus músicas en la sociedad norteamericana. La conclusión general a la que conduce El ruido eterno es afirmar que la azarosa, agresiva y emocionante historia de la música del siglo XX es la historia misma de la destrucción progresiva de la tonalidad y su regreso al seno de las últimas vanguardias del siglo. Desde la desintegrada Unión Soviética, pasando por la China comunista coqueta del neoliberalismo, y las nuevas tendencias del posminimalismo norteamericano, el mundo dice que la tonalidad es invencible. Y esta no es una conclusión regresiva, es simplemente una respuesta a lo que en un determinado momento histórico, me refiero a la situación de la música más extrema que se compuso durante la Guerra fría, se hizo con la tonalidad. Voltaire y los ilustrados del siglo XVIII lucharon por la laicización de la religión y pensaron, creo que estaban seguros de ello, de que si Dios no moriría al menos las grandes religiones monoteístas dejarían por fin tranquilo al individuo en su búsqueda de la espiritualidad. Un vistazo al estado de la religiosidad del mundo de inicios del siglo XXI muestra cuán equivocados estaban Voltaire y sus amigos. La tonalidad, como Dios, no ha muerto, y El ruido eterno lo confirma con suficiente amplitud.
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