Chopin: el alma de la música

En el París de Frédéric Chopin hay un protagonista esencial: el piano. Los años que vivió el músico polaco (1831-1849) entre los salones de la burguesía y de la aristocracia europea residentes en París, corresponden al período más brillante de la música pianística. En la ciudad estaban los compositores, los profesores, los intérpretes y los constructores connotados. Estos últimos sumaban cerca de tres mil y la cifra permite entender porqué a la ciudad la denominaban Pianopolis. Pero, más allá de la música, decir Chopin es evocar otras facetas del arte romántico francés: la poesía de Víctor Hugo y Lamartine, la novela de Balzac y Dumas, la pintura de Delacroix y Géricault. Es, igualmente, sentir la efervescencia de una época estremecida por las revoluciones, no sólo aquellas que se dieron en París en 1830 y 1848, sino el movimiento de resistencia polaca frente a la dominación rusa y del cual Chopin sigue siendo el símbolo más exquisito. Un símbolo, sin duda, complejo y ambivalente. No había un mejor seno para él que el ofrecido por los círculos encumbrados de París, pero nunca lo abandonó la certeza de que él era un perpetuo exiliado y su corazón vibraba con las luchas populares de Polonia. Dibujó con sus Nocturnos, sus Preludios y sus Baladas las melancolías y las ilusiones del amor romántico. Pero cuando hurgaba en las desgracias de su país sometido, el piano asumía otros matices. Robert Schumann gustaba decir, al escuchar sus Mazurcas, que en esos sonidos había cañones disimulados tras las flores. Es en esta confluencia de rebeldía y nostalgia donde se sumerge entonces el secreto de la obra más deslumbrante del repertorio pianístico de todos los tiempos. Pero el contorno contradictorio de Chopin no sólo se hunde en la coyuntura de compromiso político y ensueño amoroso. Es notoria también cuando se trata de darle un sitio a su música y a su personalidad dentro del Romanticismo. Chopin fue, en realidad, un romántico a contrapelo. Detestó siempre el melodrama que caracterizó a su movimiento. En una época fascinada por la presencia excesiva del virtuosismo musical, su obra supo distanciarse de la acrobacia técnica para optar por la expresividad. Henrich Heine, al escucharla, definió muy bien el lugar de su procedencia: “Chopin desciende del país de Mozart, de Rafael, de Goethe. Su patria es el reino encantado de la poesía.” Y se sabe que para otorgar relieve a este reino, Chopin se trazó un camino que le pareció de una claridad impostergable. Se separó del formato orquestal, ignoró completamente la moda operística e hizo una obra donde el piano es lo único y lo inolvidable. Romántico a su modo, muchas de sus actitudes estuvieron marcadas por la paradoja. Siempre consideró con desdén el boato de la sinfonía romántica que en Berlioz tuvo su máximo representante, pero una amistad profunda unió a los dos músicos. Como virtuoso del piano, compartió la celebridad con Liszt, pero entre ambas personalidades hay una distancia inmensa, esa que existe entre el aleteo extravagante y la detenida sobriedad. Balzac los definió con justeza: el uno era un diablo húngaro, el otro un ángel polaco. Del mismo modo, Chopin se mofaba de uno de los credos estéticos que su tiempo había instaurado con bombos y platillos, el de la música programática, credo que otorga a las obras musicales un sospechoso sentido literario. Chopin se enojaba cuando le decían que su música era como riachuelos cristalinos, como susurros melancólicos, como campanas en el campo; pero su correspondencia está llena de autodefiniciones musicales que acuden a comparaciones semejantes. Y en el plano del amor sí que se presentó este perfil contradictorio. Chopin, de contextura frágil y de refinamientos de melindre, llamaba la atención de mujeres que, de algún modo, se le parecían. Sin embargo, su relación más duradera la vivió con  George Sand, escritora tempestuosa y bastante masculina. Dicen que cuando se conocieron, él dijo: ¿quién es esa dama que se viste como un varón?; y ella, a su vez, dijo: ¿quién es ese señorito que parece una señorita? La pareja Chopin-Sand llamó la atención, más que cualquier otra, de los cronistas de esos años. Y es gracias a las confesiones de la novelista que se conocen algunas de las intimidades de su amante: Un Chopin que era quebradizo en el ejercicio de la pasión, pero soberbio como pocos en el arte de la composición. Del primero Sand escribió frases que hoy resultan tristemente escandalosas: “Mi pobre pequeño, mi enfermo de todos los días, yo tenía la sensación de acostarme con un cadáver”. Pero con el otro se asombraba para escribir después: “Su creación era espontánea, milagrosa, la encontraba sin buscarla, sin preverla”. Tales oposiciones, bien románticas por cierto, duraron hasta que Chopin, arrasado por la tuberculosis, murió a la edad de 39 años. Una vida breve, como la de Mozart, como la de Schubert, como la de Bizet. Apariciones en la noche, especies de juventud detenidas en la febrilidad. En su apoteosis fúnebre, Théophile Gautier describió la esencia de Chopin: “El alma de la música ha pasado por el mundo”.
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