Una mustia montaña

Los colores de la montaña, dicen los pregones de los medias, es la película más premiada en la historia del cine colombiano. No sé cuántos galardones ha obtenido, pero son suficientes para reconocer que algo extraño sucede con los criterios que recompensan en los festivales cinematográficos. Aunque tal extrañeza se explica con el recurrente interés amarillista del “primer mundo” por el trágico colorcito local nuestro. Ahora bien, dentro de esa pálida historia nacional, la película de Carlos César Arbeláez es también una de las más pródigas en manifestar defectos. Ellos son tan ostensibles que resulta inverosímil el peso de sus laureles. Debo decir que, esta vez, cedí a la tentación del ruido para verla. Fue en París, hasta donde me llegaron los ecos de esa bulla, en un teatro Latina casi vacío, donde vi la celebrada Opera Prima. Confieso, igualmente, que salí con la sensación embarazosa de la pena ajena. Quizás por que es la horrible Colombia lo que se recrea allí, y se trata de ese país, el de la violencia, que tiene mucho que ver con lo que yo he escrito en algunos de mis libros. No detallo las veces que quise esconderme en el asiento o de interrumpir el silencio en que transcurría la proyección para discutir con mi compañera la tramposa inocencia de los niños, la torpeza de la puesta en escena y esos modos de cortar la trama a partir de refundidos tan repetitivos que el ritmo de la narración, en vez de suscitar suspenso, deja sumido al vidente en una perplejidad mustia con pocos deseos de continuación. Todos los errores que aparecen en la película se deben, por supuesto, al trabajo del director. No es que sean, en rigor, problemas técnicos. Se trata, más bien, de un modo de concebir el cine y darle a una interesante idea narrativa su adecuada expresión. Por fortuna, ya no estamos en la época de No Futuro de Víctor Gaviria, cuando aceptábamos la estrechez económica con cierta resignación periférica, y también porque nos colmaban los hallazgos poéticos de la película y su modo turbador de otorgarle a ese grupo de muchachos un aire de desarraigo que encontrábamos en las palabras de Cioran. Lo que preocupa, en realidad, de una película como Los colores de la montaña es esa tendencia que se continúa una vez más –Víctor Gaviria parece ser el profeta a seguir por las nuevas generaciones de cineastas colombianos-, y con resultados casi siempre calamitosos, de hacer cine con actores naturales. Porque lo que convierte a esta película en una experiencia de resultados incoloros es, justamente, la baja calidad de sus actores. Y esa carencia de profesionalismo de una dirección que hace que todo, en esta historia de la infancia sometida a la violencia, resulte mentiroso. Los niños no saben llorar y, por lo tanto, su ingenuidad es falsa. La profesora no sabe enseñar y, por lo tanto, su espíritu didascálico es lábil. Los guerrilleros, como fantasmas invisibles que surgen aquí y allá, no dejan de ser esos bandidos estereotipados por el amarillismo de la prensa y las malas telenovelas. Los padres del niño protagonista no saben reflejar el miedo y, por lo tanto, no creemos en la muerte del uno y en la huida del otro. Hasta los niños no se ven espontáneos cuando juegan fútbol. Y esos colores bucólicos que se dibujan en el muro de la escuela, y que reproducen el núcleo esperanzador en una realidad sin salidas, son tan mandados a hacer que tampoco convence el mensaje de paz y felicidad pueril, más propio de las sentimentalistas campañas por la armonía colombiana cacareadas por Caracol y RCN, que de un director de cine audaz e independiente. Dicen algunos, en todo caso, que hay un buen guión capaz de sostener la película y tengo entendido que eso también se ha premiado aquí y allá. Pero es arduo hablar de un buen guión cuando éste se ve jalonado de lugares comunes y cuando aquella escuela, símbolo de la paz, no deja de ser la trillada escuela de doña Rita. La verdad es que hay una buena idea en Los colores de la montaña: la de mostrar la infancia rural antioqueña en medio de la intemperancia social. No obstante, se nota que los que hicieron esta película no parecen haberse nutrido del buen cine que muestra niños en medio de la locura generalizada de una época. Hay tres ejemplos que bastarían, y sé que las comparaciones son odiosas, para desmontar las supuestas virtudes de una  película endeble. La infancia de Iván de Tarkovski, Las tortugas también vuelan de Bahman Ghobadi  y El laberinto del fauno de Guillermo del Toro. En ellas, desde lo onírico, lo real y lo fantástico, se ubica muy bien la infancia en medio del horror y saben decir cómo la poesía de la imagen es lo que debe hacer del cine una experiencia estética inolvidable. Eso, justamente, es lo que le falta a la película de Arbeláez: poesía y modos certeros para expresarla.
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