En las arenas del mundo

He aquí un libro luminoso. De su palabra radiante se salva el mundo de su vulgaridad y su condición absurda. Pero esta luminosidad es paradójica. Oreste Donadío nos habla de la luz pero de su hallazgo surge la oscuridad. En el centro de sus revelaciones más intensas se despliega una dilatación inquietante. Hay gozo en la plenitud del momento pero sentimos que él es definitivamente irrecuperable. Los ángeles caen sin poder evitarlo en el fango, como si estuviesen destinados a ello por una orden incomprensible. Semblantes amados aparecen como relámpagos en un sueño para luego desaparecer en medio de las tinieblas. Pero esta es una de las direcciones que asume esta poética. La otra va de la pesadez a la liviandad, de la opresión a una cierta sensación de libertad. Peñascos exhaustos sueñan con el mar.  La espada de un guerrero se vuelve frágil al rozar la superficie del agua. De los huesos mezclados con el limo surgen, como un canto, las premoniciones de la vida. Como toda poesía genuina, la de Oreste Donadío habla de lo que sabemos y sentimos secretamente. Su ámbito está hundido en la intimidad. Y a pesar de que hay en estos poemas un itinerario de ciudades y de seres humanos diversos, su caudal no acude al bullicio ni a las premuras que usualmente ocasionan las trashumancias geográficas y mentales. En las arenas del mundo se nos presenta, al contrario, una suerte de  recogimiento intenso. Y en él se entrecruza una memoria vasta y materna nutrida de melancolía con un relieve cuyas aguas pedregosas calman brevemente nuestra ecuménica sed de perplejidad.  Extraño y misterioso este cauce en el que fluye el silencio y se ahonda el dolor y se pronuncia la soledad y se celebra la luz del aire y la del cuerpo  amado. Hay una poesía coloquial que intenta reproducir la realidad y solo deja una impronta prosaica. Hay una poesía que habla de la injusticia, de la infamia, del horror y su voz sangra y huele a cepo y a tortura. Hay una poesía literaria que se alimenta del artificio y de maromas del lenguaje un tanto ostentosas. Pero hay también otra poesía, quizás la que siempre se anhela cuando estamos varados en el desamparo y la fragilidad y nos sabemos pasajeros, y cuya misión es reflejar el rastro de lo impalpable. De tal especie es la poesía de Oreste Donadío. En realidad, lo que se realiza en este libro es arduo. Pero esa dificultad se deslíe cuando hundimos nuestros labios y nuestros ojos, nuestra alma y nuestro cuerpo en el hondo y fresco recipiente de sus versos. Oreste Donadío encuentra entre las usadas palabras el intersticio por donde se asoma, inasible, el asombro. Atrapa a lo largo del viaje por las ciudades del mundo, trátese de Villa de Leyva o de Nueva York, de Medellín, de Perugia o de Al-Qahirah, la revelación del instante. La tarea del viajero, ese joven inmigrante solitario, se cumple cabalmente en estos poemas breves y certeros. Darnos una instantánea inolvidable de esa generalidad borrosa que es toda ciudad. Oreste se hunde, igualmente, en las ausencias afectivas, por ejemplo en ese gran poema llamado “Álbum de familia”, y condensa el dulce y amargo dolor de la nostalgia y el fracaso. Atraviesa el mundo de los colores y las formas, y aquí el poeta se torna pintor, y destila en el verso el enigma del fulgor y su anverso la bruma. El poeta de En las arenas del mundo es, y por elllo hay que celebrarlo con devoción, un mensajero privilegiado de la realidad. Como frente a un espejo transcurren el viaje, la muerte, el amor y la ausencia, el árbol y el agua. Para reflejarse, imperturbable y onírica, la palabra milagrosa de Oreste Donadío.