Nos debemos a la luz y al olvido

Juan Felipe Robledo sabe que en el trajinar de los hombres se canjean las palabras y que en ese intercambio hay un áspero sabor de traición. Su poesía parte de esta acerba circunstancia. Pero su elongación se funda en el reconocimiento de otra alternativa que supera tal trueque de valores: la presencia y el goce de la luz, la presencia y el goce del otro que se ama, la presencia y el goce de esos animales –algunas lagartijas, los perros, los pájaros- que se aquietan en una especie de mirada perpleja del tiempo. Uno de sus poemas emblemáticos, “Nos debemos al alba”, fluye entre estas dos realidades que no se oponen, sino que se complementan. Robledo sabe de lo artero y del “sucio mercado de los días”. Pero también reconoce la dicha, el canto y el ensueño. Desde esta confrontación de las oposiciones va urdiéndose una escritura que siempre es generosa en la expresión y que si añora el silencio, ese arduo sueño del poeta, no vacila en transmitir su creencia rotunda en las palabras, en su capacidad de epifanía. Hay otro encanto supremo en la obra de Robledo: el centro ígneo que ocupa en ella la revelación. En el discurrir por el follaje de sus versos, el viento sopla con cierta frescura de tarde que termina, y se presentan, de súbito, los intersticios por donde la palabra empuja hacia el vacío que edifica el aire de los milagros. Y qué buscamos en la poesía si no es ese vacío, ese vértigo, esa repentina inmersión en el misterio, ese ver y tocar y oler los secretos de la belleza. “Sólo la belleza nos redime”. Tal es la premisa de estos poemas que soplan con una tibieza inolvidable en el ámbito de la poesía colombiana. La belleza no sólo como estado de quietud contemplativa, sino también como una celebración activa del todo. “La posesión de la intemperie / es mi única certeza”, dice Robledo. Y esta posesión afirma, una vez más, que es el poeta el centro donde se reúnen los caminos del asombr al que están destinados. En la edificación de su mundo poético, Robledo no ignora que el corazón de los hombres es una “caja hueca, sin temblor, un músculo distendido, flácido”, como lo dice su “Himno azul para el espanto”. Sin embargo, en esta certidumbre de la caída no hay callejones cerrados. Al contrario, se está aquí ante una poesía que no vacila en proponer la esperanza. ¿Y cuál es la esperanza de la poesía? Alcanzar la fugaz plenitud de los sentidos y comprender que una forma de la desmemoria es el rostro más íntimo del cosmos. “Todo es vida de esplendor para el olvido”, se dice, como una suerte de sabia conclusión universal, en el “Poema para no olvidar el árbol del caucho”. Se ha dicho varias veces que hay un Góngora recuperado en la poesía de Robledo. Un Góngora elegante, exquisito, bastante depurado de su barroquismo hermético, que dialoga con las coordenadas esenciales de Robledo, afincadas en el caótico y gris mundo de ahora. Pero si hay un universo al que me conduce esta obra es al de los vitales romanos de la antigüedad. En Robledo hay un ineludible puente que comunica con la  felicidad pagana, es decir, con esa comprensión de la degradación física hecha desde la evidencia de que sólo los instantes poseen la sublime condición de lo eterno. Y está la música. Es ella quien soporta mejor este hundimiento delicioso en el júbilo del instante. Ella atraviesa una buena parte de los libros de Juan Felipe Robledo. Y lo hace portando la divisa con la que los románticos del siglo XIX también la asumieron. La música como elevada dicha, como evasión, como forma de conocimiento sensorial. La música en estos versos es una manera casi corpórea de habitar el presente. Y, sin embargo, aquí no hay sometimiento al carácter alienante de los sonidos organizados. La música es la portadora de la conciencia del olvido y estando en él a través de ella el hombre reconoce que se debe a tardes y amaneceres fraguados en la luz, y que es  inequívoco, y por lo tanto cabal, el convencimiento radiante de sentirse vivo. La música se erige entonces como efímera convicción del gozo, del que es definitivo aunque pasajero. Y acaso no haya mejor condición, la de la alegre brevedad, para asumir el secreto de esta palabra. Palabra que, repito, no es ajena al desgaste y al abandono de nuestros días. Pero cuya inclinación primordial es la que tiene en cuenta a la tierra aún no poseída por los insensatos y los energúmenos. Esta tierra, que hay que mirarla y medirla con precisión para hallar los códigos de sus ocultas simientes, es quizás una tierra que sólo exista en las coordenadas del poema. Pero a él, al poema de Juan Felipe Robledo, a ese paraje que acoge amoroso y es distante de la locura y del hastío, se entra siempre con la temeridad del aventurero. Así como él agradece el legado de Lucian Blaga, la palabra que da valor para cruzar el bosque brumoso, yo agradezco el suyo que transmite una esperanza crepuscular sin remordimientos, esa alegría de quien todo lo ha soñado.
  • ¡Que belleza! Me lanzo a la búsqueda de los poemas Robledo y a leer más de este gran escritor Pablo Montoya