Las hijas del espino de Lucía Estrada

En Las hijas del espino la mujer habla. Asume, de entrada, la voz del mito. Esa voz intemporal que es capaz de nombrar la esencia de todas las épocas. Pero al hablar, la mujer se trajea también con la historia. Algo singular sucede en estos poemas de Lucía Estrada. La mujer se viste con los atuendos de la tragedia y la épica, de la religión y la profecía, de la pintura, la música y la literatura, quedando extrañamente desnuda, para habitar la morada de lo inexorable y lo sublime. Es ella, desdoblada en numerosas existencias, desde Hécuba hasta Alma Mahler, quien permite que la humanidad se incline hacia el abismo para vislumbrar allí la claridad de lo turbio y la densidad de las verdades más transparentes. En Las hijas del espino la mujer dice. Y cuando lo hace sabe que su palabra debe atravesar las culturas y las lenguas. La proyección que plantea este libro es vasta como corresponde a las pesquisas que el poeta construye en torno al mito y a la historia. Pesquisa que antepone entre ambas coyunturas, como un símbolo prístino y a la vez brumoso, la condición compleja del ser femenino. Pero tal circunstancia, que podría rotular Las hijas del espino en los sacos genéricos propuestos por las nuevas tendencias de la crítica literaria, se supera con contundencia. En realidad, Las hijas del espino no se estanca en lo estrechamente feminista, sino que su inmersión en lo femenino se amplía, inquietante y prodigiosa, en el misterio y la tragedia, en el dolor y la locura. En las Las hijas del espino la mujer canta. Y este canto está forjado con el fuego y con la noche. Esa noche solar que Lucía Estrada, desde sus primeros libros -Fuegos nocturnos y Noche líquida- ha sabido adquirir para envolver su voz remota y actual en ella. Estos poemas, donde fluyen los acentos de 47 mujeres, transcurren en medio de la premonición del oráculo y las vislumbres del sueño. Suceden en ese terreno quebrado propio de la poesía hecho con el delirio y la lucidez que otorga el amor. Porque estos poemas bordean los límites de la fatalidad que se halla cuando una otredad de dulces cercanías y ásperas distancias se alza entre el hombre y la mujer. Otredad escrita en esa franja penumbrosa en la que los seres que la habitan son visitados por la trama que convierte a la desdicha en un camino y a la soledad y el abandono en sus más ciertos mojones. En Las hijas del espino se parte de lo antiguo. Hécuba, Circe, Medea, Eurídice exclaman sus breves pero intensas verdades. Lucía Estrada ha bebido de la necesaria tradición griega para plasmar en el poema la condensación de esos dramas. Dramas en los que el amor nombra el horror de las condenas y pocas veces la ansiada liberación. Pero en el acto de nombrar, único acto que puede originar la belleza en la poesía, habita el misterio. Eso inmenso pero incomprensible que señala los rumbos más vitales del poema. Ifigenia, por tal razón, sólo puede decir: “No hablé / a ningún Dios / Nada me ha sido dado escucharles / sin embargo / todo en mí / sobre esta piedra / les pertenece". Estas voces, que surgen de las raíces del espino, saben en definitiva que “entrar en lo desconocido es hilar la rueca de los acercamientos”. En Las hijas del espino se frecuenta el ámbito de la historia. En algunos de estos poemas hay señales que podrían orientar por entre los precipicios de la fe y los fanatismos de la razón. Pero acaso, para asomarme mejor a los espíritus de las brujas Guidasa, Guitamonda, Doris y Prisca, yo esté optando por una senda equívoca. Y Lucía Estrada no cae en lo contingente del suceso cronológico y sus consecuencias. No se detiene para explicar una hoguera arrojando más fuego interpretativo a los autos de la inquisición. Su intromisión en los excesos de la historia es de otra índole. En los poemas dedicados a las brujas se hace del fuego que aniquila una posibilidad de encuentro atroz y hermoso con un máximo destino.  “Soy de la ceniza y no del polvo”, dice Guidasa,  y “mis leyes son distintas de las vuestras” y “mi carne no es banquete de alimañas”. Y es que Lucía Estrada busca más en el crepitar de las cenizas, porque hay allí tal vez un leve murmullo que persiste en medio de la desolación, que no hay en las lenguas de fuego cuya purificación aprueban los poderosos y vitorea el vulgo. En Las hijas del espino, finalmente, hablan las poetas, las pintoras, las amantes y esposas de los grandes artistas del siglo XIX y XX. Son mujeres que se sienten opresas en el laberinto. Pero no en la ardua construcción artificiosa de la estética, sino en las rutas abisales de su entrega amorosa. Estas mujeres, Catherine Blake, Camille Claudel, Louise Revoil o María Dmitrievna Isaiev, son capaces de prodigar el espejismo y el hallazgo, pese a que habitan unas tinieblas más férreas acaso que las que dicen conocer sus compañeros. Son mujeres que oponen a la belleza la certidumbre del espanto.  Porque que saben que de este modo se accede directamente a una belleza tal vez más nítida y más cruel. Mujeres definidas por un estupor tan remoto como la espera. Mujeres que se entregan al amor porque sienten que él es la única justificación que ellas poseen de su tránsito por la vida. Un amor capaz de hacerles creer, y el lector se ve asistido por tal creencia, que no hay nada más oculto que lo cercano, que es más inolvidable la mano cuando pulsa una invisible cuerda, y que detrás de toda sabiduría existe siempre un desplegado follaje de inocencia.