Días de tambor de Julio Olaciregui

Julio Olaciregui es un escritor que ha aprendido a vivir en el extranjero. Sabe de desarraigos aunque en el fondo, como buen caribeño, sus raíces son el viento y el mar. Conoce esa intrincada cartografía de idas y venidas que diseñan todo exilio, sin ignorar que el sabor del ñame es como el ancla que lo fija por un instante al terruño. Pero el terruño no es la coordenada habitual con que se definen los chauvinismos de toda índole. Nada más ajeno al regionalismo que la obra de Olaciregui, aunque ella expanda sus vibraciones más íntimas en los espacios del Caribe colombiano.

En París, ciudad hermafrodita, ciudad de todos y de nadie, Julio Olaciregui, quien se define como periodista de día y poeta de noche, ha aprendido a saberse lejos de casa. Y esa lejanía, desde su primera novela Los domingos de Charito hasta su último libro de cuentos Días de tambor, es estar lejos, pero no cercenado, del coco, de la piña, del maíz, de la vulva nutricia y el falo prístino. Y hablo de sabores y de coyunturas seminales porque la escritura de Olaciregui, como pocas en la literatura colombiana, está estremecida, de principio a fin, por estas realidades sensitivas.

 Desde que conocí a Julio Olaciregui, en París en 1996, siempre he pensado en él como si fuera una suerte de Lucrecio costeño. El Mare Nostrum y ese otro mar nuestro que es el Caribe confabulados. Ambas cosmografías líquidas atravesadas por miles de itinerarios. Los de Julio Olaciregui y los de los pueblos desplazados que sus palabras, festivas y desgarradas, sostienen. Pero este Lucrecio, a diferencia del otro, además de cantarle al sol –“Por ti los vientos huyen, las nubes se disipan, la flor crece, la ola se infla, el cielo resplandece, los pájaros vuelan, los rebaños saltan”-, sueña, si es que ya no lo es íntegramente en su obsesión onírica, con transformarse en un hombre caimán.

 Porque en la obra de Julio Olaciregui, y como muestra están los cuentos de Días de tambor, pero también Dionea y sus obras de teatro, se otea la cultura y se llega a su múltiple centro inasible a través del mito. Y también a través del supremo goce de los sentidos. La mitología sin sensualidad, nos dice Olaciregui, no es más que un equívoco propuesto por las mentes rancias. Y es pertinente aclarar que la cultura en este escritor errante es caótica. Quien busque relatos simples en estos cauces híbridos, forjados con tambores de tierra, de madera y piel, se sentirá perdido. Pero entonces es menester decir que de lo que se trata, justamente, es de zambullirse, de impregnarse, de enredarse en esta suerte de extravío cultural celebratorio. Porque el caos es, en Julio Olaciregui, su fresca y transgresora divisa.

 Poeta mercenario, así se define también Olaciregui. Sus armas son la danza y la poesía. La copula de la palabra con el cuerpo. Unión que se presenta en los cuentos de Días de tambor como un ritual continuo en el que se festejan el placer y el dolor. Ritual hecho de cruces de razas o de lazos geográficos. El mismo Olaciregui dice: “Mi tema preferido son los hilos invisibles que nos unen, la descripción del escenario en el que, cual marionetas indias, aparecemos y desaparecemos.” Y en este carrusel de muertes y nacimientos, los cuentos de julio Olaciregui muestran al deseo como sed y hambre de la sensualidad que estimula incesantemente a sus personajes. Personajes que se debaten entre el festejo apasionado del cuerpo y la trágica espoliación provocada por la historia. Los suyos son negros desterrados, indios usurpados, mulatos desgarrados, zambos fisurados, mestizos que se afligen por el pasado y el presente que cargan sobre sus hombros, pero que no le escatiman al tiempo su esencial dosis de epifanía. En este sentido, hay un diálogo sugerente entre la obra de Olaciregui con el mundo narrativo de nuestros mejores escritores del Caribe, desde Rojas Herazo, Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez hasta Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor.

 Los cuentos de Días de tambor oscilan entre el carnaval y el duelo, entre la máscara irrisoria y el llanto que deja la ausencia, entre el baile frenético y la letanía desconsolada. Es un libro que manifiesta con claridad insoslayable la apuesta estilística de un escritor que se niega a caer en facilismos y modas narrativas. La obra de Julio Olaciregui, y este último libro lo confirma con fuerza, es como un islote en nuestra literatura. Un islote adonde llega la increíble algarabía poblada de exilios que solo él ha logrado captar.

Oficios de Noé

Noé es una figura capaz de resistir el tiempo y el olvido. A su lado, lo acompañan, en magnificencia e inquietud, torres infinitas, éxodos longevos, expulsiones de jardines, sacrificios de hijos amados, hombres que pelean con ángeles y otros que extrañamente se sienten acogidos en el vientre de los cetáceos. Todas estas realidades poseen una carga simbólica tal que siempre bebemos en el asombro de los versículos breves que las contienen. Pero Noé es dueño de un compromiso tan arduo de cumplir que merece, quizás más que otros personajes míticos, la compasión. Imaginemos por un momento las labores de Noé: las peripecias del semita tratando de convencer a los incrédulos, la agitación de los animales que también tienen memoria y saben algunas cosas del mundo que comparten con nosotros, el extenso enclaustramiento de quienes fueron elegidos, y nos daremos cuenta de la tarea que cayó sobre los hombros del viejo.  Normal entonces que, pasado el caos jubiloso del descenso del arca, Noé se haya dejado tentar por un vino merecido y refrescante, aunque un poco amnésico. Aproximar un personaje de estas dimensiones a las coordenadas de hoy es una labor compleja. Y hacerlo desde la literatura y, más todavía, desde el minicuento, es rozar el ámbito del riesgo. Para ello es menester que el escritor posea la permanente curiosidad por la historia, los juegos agudos de la reinterpretación y la polisemia, el humor que debe abrazar la fineza y la inteligencia, y un exacto conocimiento de la síntesis, la rapidez y la sugestión narrativas. Guillermo Bustamante Zamudio, por fortuna, reúne todas estas condiciones. Los oficios de Noé (2005), el segundo libro de minicuentos publicado por Bustamante, se apoya en la forma musical del tema y las variaciones. El tema marco que, al principio, es el relato del Noé bíblico reescrito por el autor. Y luego están las setenta y dos variaciones que discurren entre la imaginación de la fábula, la burla del dicho popular, la gravedad de la sentencia, la invención de la poética, los reclamos feministas, las implacables leyes de la selección natural, las trabas burocráticas de los Estados, los fantasmas del escepticismo y el relativismo de toda fe y creencia. Por esta deliciosa y lúcida diversidad, incrustada en el mito y la modernidad, el Noé que propone Bustamante es tan próximo a nosotros. Un Noé que puede sentarse a nuestro lado. Y, en su pocos momentos de descanso, o en los muchos de continua reflexión, porque este Noé es tremendamente dubitativo, nos habla de su delirante aunque muy humano mundo de lluvias y catástrofes. Un Noé ocioso que consulta diccionarios, que se une a la huelga de los animales, que se ampara en la genética y la ciencia para justificar lo que a veces parece injustificable. Un Noé que termina enredado en nuestros sueños y vigilias. Bailando, llorando, implorando, amando y desamando a esos otros que debe salvar o dejar a la mortal intemperie. En fin, un Noé que despotrica y sonríe de la insensatez humana. Y no solamente de la nuestra que, de ocurrir un aguacero interminable se aniquilaría sin remedio, sino de aquella insensatez que también define a Dios.

Letras colombianas de Baldomero Sanín Cano

Letras colombianas es una de las mejores expresiones de la crítica literaria colombiana. Goza de muchos atributos como para no considerarla a la hora de querer mostrar un óptimo balance de este panorama. Sin poseer el rigor investigativo y académico de otras obras de este cariz, pensemos por sólo citar un ejemplo más o menos coetáneo en Evolución de la novela en Colombia (1955) de Curcio Altamar, esta obra de Sanín Cano sigue siendo un referente importante en la historia de la literatura del país. Y esto se produce porque Letras colombianas ofrece al lector la grata experiencia de hallarse ante una escritura precisa, sobria, ajena a la veleidad interpretativa y al concepto vago. Y, sobre todo, porque de este libro se desprende la valoración justa de esas obras y esos autores que conforman el panteón colombiano desde la colonia hasta el modernismo. Letras colombianas se publicó en 1944 en el FCE de México. Es un libro, por lo tanto, de la madurez del ensayista antioqueño. Es, tal vez, una vieja deuda que Sanín Cano se debía a sí mismo y a su país. Siendo el lector y comentarista agudo de diversos autores extranjeros (hay textos memorables sobre Nietszche, Thomas Mann, Eugenio O’Neill, Bernard Shaw, entre otros), Baldomero Sanín Cano, desde su necesaria y saludable arremetida contra el establecimiento político-poético colombiano, representado por Rafael Núñez, hasta su lectura atenta de nuestros modernistas, siempre estuvo muy cerca de lo que se escribía en Colombia. El libro es un recorrido realizado en cuatro tramos cronológicos. En el primero se aborda la literatura de la colonia y sus rasgos profundamente españoles. El segundo nos presenta el panorama independista con el surgimiento de la conciencia americana en algunos escritores próceres que fueron sin duda más lo segundo que lo primero. El tercero, que es el más largo de todos los apartes y en donde Sanín Cano despliega mejor su visión, es el dedicado a la literatura de la república. El cuarto se encarga de dar un balance del modernismo colombiano que, en manos de Silva, Valencia, Barba Jacob, Carrasquilla y Rivera, alcanza la estatura más alta de la literatura nacional. Letras colombianas es una obra atractiva por la presencia de un tipo de análisis literario bastante personal. Su escritura avanza, a lo largo de las más de 200 páginas de su primera edición, por aquellos meandros que permiten pensar que hay paradigmas, y éste por supuesto es uno de ellos, en los que la crítica literaria y el ensayo logran una acertada propuesta. Pero Baldomero Sanín Cano es un hombre de su época y en algunos pasajes del libro respiran los excesos y la estrechez de esta última. En primer lugar, el libro decae, a veces, por la presencia de un tono patriótico y una retórica ceremoniosa que hoy día incomodan. Aunque es cierto que en toda historia de un país hay cantos solemnes a la patria e interpretaciones que se ajustan a sensibilidades que bordean peligrosamente los matices del nacionalismo, es verdad también que el paso del tiempo nos ha permitido zafarnos de las parafernalias verbales que en vez de oxigenar a la literatura se encargan de asfixiarla. La consideración de una obra literaria debe desprenderse, en la mayor medida posible, del panegírico político. Y, aunque es arduo hacerlo a veces, debe también alejarse de los terrenos en que la patria, por medio de sus escritores, termina honrándose sospechosamente a sí misma. Letras colombianas, en este sentido, pierde la fuerza lúcida que lo caracteriza en buena parte de sus páginas. Igualmente, y allí es donde Baldomero Saín Cano tropieza en sus valoraciones, hay enaltecimientos que sorprenden ahora. Uno de ellos, por sólo citar el más llamativo, es el que se ofrece a la obra marchita de Marco Fidel Suárez. Otro, la exagerada admiración que le suscita Guillermo Valencia, poeta clásico colombiano cuyas asfódelos inspirados ya desde los tiempos de Luis Tejada suscitaban reclamos, y cuyos camellos han terminado por caer en un cansado marasmo. Sin embargo, este libro posee el invaluable don de enseñar a comprender mejor la literatura de un país. De la mano de Baldomero Sanín Cano nos paseamos por un paisaje escabroso sin caer en la ingenuidad, en la zalamería y en el rencor. Y un libro sobre la literatura colombiana, que evite estos extravíos, tan persistentes en el panorama actual, será siempre un libro digno de la mayor confianza.          

La esfera inconclusa de Álvaro Pineda Botero

Una inquietante transformación se está produciendo en el ámbito literario colombiano en los últimos años. Su causa mayor acaso sea el modo en que la globalización se ha instaurando entre nosotros. Una metamorfosis agresiva y caótica, en cierta medida deshumanizante si pensamos en ciertos valores éticos del pasado, pero sin lugar a dudas atractiva para el intérprete de los fenómenos estéticos. El concepto de aldea global, pese a sus múltiples contradictores, es un concepto que ha ocasionado con rapidez su reflejo en la realidad social y en su expresión literaria. Este reflejo es similar, me atrevo a suponer, a las imágenes fragmentadas y vertiginosas que el ojo de la mosca capta de su universo circundante. Las coordenadas culturales empujadas, aunque sería mejor decir estremecidas, por el ímpetu de la posmodernidad, ponen en tela de juicio, a través justamente de la fragmentación y la velocidad, lo que antes eran enunciados más o menos sólidos y aparentemente armoniosos. ¿Qué podría significar ahora, por ejemplo, a la luz de las teas multiculturales y bajo las sombras de los portales electrónicos, asuntos como el canon literario colombiano, o las correspondencias, sacralizadas tantas veces por la interpretación académica, de Estado-Nación y literatura, de geografía regional y literatura, de las tradicionales tendencias clasificatorias de tiempo y espacio y nuestra literatura? Sin duda alguna son asuntos que, vistos desde este presente que nos moldea, asumen contornos diferentes a los que mostraron en el pasado. El papel de muchos investigadores actuales de la literatura colombiana, ha sido desdeñar o simplemente pasar por alto las circunstancias riesgosas, por su dosis explosiva y su carácter desintegrador, que propone la globalización. Álvaro Pineda Botero, en cambio, es uno de los pocos críticos que ha asumido este desafío.  En su último libro La esfera inconclusa: novela colombiana en el ámbito global (2006), se propone algo que en principio parece paradójico. A través de una metodología precisa, y apoyado en una serie de categorías que provienen particularmente de los espacios filosóficos, Pineda Botero se enfrenta a un fenómeno literario caracterizado generalmente por  lo centrífugo, la dispersión, el estallido y lo fractal. Pero este propósito hermenéutico no es nuevo. Quiero decir que no se trata de una certeza interpretativa que ha surgido de repente en este último libro de la producción crítica de Pineda Botero. Ya en Del mito a la modernidad, la novela colombiana de finales del siglo XX (1990) planea la creencia de que la nueva literatura colombiana, aquella que se viene escribiendo después de García Márquez, exige de parte de sus estudiosos nuevas miradas. Lo que equivale a decir que es menester una actitud de curiosidad permanente frente al mapa abigarrado de nuestra novelística. Aunque es cierto que se asiste desde las décadas del 80 y el 90 del siglo XX, quizás desde décadas anteriores, a una convivencia de expresiones literarias que van desde formas tradicionales de escritura que se basan en mitologías regionales e imaginarios estéticos costumbristas, hasta las muy diversas experiencias narrativas desprendidas del dédalo urbano, hoy en día el panorama de radical transformación es más ostensible. Si antes apenas empezábamos a vislumbrar los rasgos de la crisálida novelística que iba saliendo de su envoltura. Hoy ya distinguimos las tonalidades y la envergadura de sus alas desplegadas. Y si algo de grandes proporciones está ocurriendo con los nuevos escritores colombianos, esto se debe a que fisuras igualmente desproporcionadas desgarran sin pausa, acelerada e imparablemente, el ritmo de nuestra sociedad.  Algo similar sucede, por supuesto, con el lector. Éste último, si lo tomamos colectivamente, si nos atreviéramos a pensar que existe una colectividad lectora en la Colombia de hoy, parece extraviado en su falta de referentes. Casi siempre desinformado pero atribulado por el bombardeo mediático que propone qué leer, este lector anda de un lado para otro, dando tumbos, cayendo y volviéndose a levantar, intentando situarse en medio de coyunturas estéticas complejas por no decir confusas. Por ello mismo, y ante este complejo horizonte de nuevas escrituras y nuevas lecturas, donde los medios audiovisuales son tan importantes y se han desbaratado las que creíamos eran sólidas convicciones religiosas, sociales y culturales, son necesarios los esfuerzos hermenéuticos concentrados en los libros de Álvaro Pineda Botero. Del mito a la posmodernidad, la novela colombiana de finales del siglo XX utiliza ocho categorías de análisis para enfrentar el estudio de los textos. Algunas de ellas se recuestan en lo regional y otras prefieren la interesante dispersión que ofrece la literatura urbana. Entre la mitología de la costa Caribe y las incesantes jornadas colonizadoras de Antioquia y Caldas, el intérprete va y viene en las primeras páginas para luego caer en la neurosis, los espacios utópicos, la sátira y la burla y las estructuras abismales de la narrativa surgida de las grandes ciudades, sin desconocer claro está el importante espacio que la historia ofrece a nuestra última novelística. Es indudable que en este primer libro hay una propuesta de interpretación que semeja un delta de numerosos brazos. Nada extraño, en todo caso, que ante una literatura de diferentes rostros como es la colombiana, se plantee una interpretación igualmente multifacética. Ahora bien, en La esfera inconclusa se presenta algo nuevo en el recorrido analítico que viene realizando Álvaro Pineda Botero desde hace casi veinte años. El autor sigue ante su desmesurado objeto de estudio, lleno de aristas y de trasformaciones precipitadas, pero se enfrenta a él desde una perspectiva diferente. El delta del río novelístico, esta vez, se observa desde un solo lente. Lente que, sin embargo, está formado por diversas esferas. El procedimiento remite quizás a un juego caleidoscópico. Se ubica el fenómeno literario y él va mostrando sus diversas formas y colores a medida que el ojo del observador mira desde cada una de las esferas. Esta manera de abordar la nueva novelística colombiana supone, por supuesto, separarse de la usual maquinaria conceptual diacrónica, para enfatizar en la categoría del tiempo. En La esfera inconclusa se privilegia entonces esta categoría “con el objeto de establecer conexiones temáticas, estructurales, narratológicas, hermenéuticas, fenomenológicas y de otro tipo, pasando libremente por regiones, épocas y autores”. Pineda Botero es claro cuando explica de dónde se ha nutrido para esbozar esta teoría de la interpretación. Parte de una tradición teórica literaria cuyos exponentes van desde los formalistas rusos, los estructuralistas y semiólogos franceses hasta los especialistas de los estudios poscoloniales y de la  nueva crítica norteamericanos, pasando por los intérpretes alemanes de la recepción y los inmigrantes europeos que en Estados Unidos establecieron en su momento las bases de la literatura comparada. En este sentido, La esfera inconclusa está arraigada en una notable asimilación de la teoría literaria planteada a lo largo del siglo XX. Por ello mismo, el más sugerente distintivo de la formulación de este libro es el carácter ecléctico de sus conceptos. Pero su principal pilar se hunde en las direcciones de la conciencia propuesta por la doctrina kantiana. Pineda Botero cree en la “simplicidad y la armonía, la sencillez y la magistral generalidad de las ideas centrales” de Kant y sobre ellas, y en particular sobre las que definen la conciencia estética, la conciencia científica, la conciencia histórica, la conciencia moral, se apoya para presentar su propuesta analítica, y así enfrentarse al corpus globalizado de nuestra literatura. Hay dos factores, entre otros, que quisiera señalar en La esfera inconclusa. El primero de ellos obedece a un sentido pedagógico que me parece plausible. Para Pineda Botero no existen, en su crítica, obras malas o buenas. Toda obra para él es susceptible de estudio y en ella hay elementos estéticos que ameritan su estudio. Por esta razón La esfera inconclusa, como sus otros libros La fábula y el desastre (1999), juicios de residencia (2001) y Estudios Críticos sobre la novela colombiana (2005) ignoran el encono, la burla, la demolición.  Siempre hay en su tono interpretativo un sensato respeto sobre las obras, y cuando hay valoración entusiasta, esta siempre es medida y jamás cae en el exceso. En este sentido, la célebre definición de Baldomero Sanín Cano de que la crítica literaria es el arte gentil de captarse enemigos, no encuentra en Pineda Botero mayor asidero. El segundo elemento que me parece importante resaltar es que a la hora de seleccionar su corpus de autores y novelas (98 de los primeros y 124 de las segundas son tratados en La esfera inconclusa), Pineda Botero no olvida su entorno más cercano. Por ello en cada aparte en que se trata algunas de las conciencias y cómo ellas se manifiestan en las novelas, el autor destina un espacio a algunas obras escritas y publicadas en Medellín. El sitio, por ejemplo, que se da a veces a la obra de Mario Escobar Veláquez es justo. Mezquinamente ignorado por la mayoría de los estudiosos de nuestra literatura, Mario Escobar en este libro adquiere un lugar merecido. Es decir, suficiente como para pensar que este autor, con las novelas y cuentos de Urabá, es figura importante en el horizonte de la narrativa colombiana de los últimos años. De la misma manera, Pineda Botero se detiene a hablar de autores como María Elena Uribe, María Elena  Restrepo y Ema Lucía Ardila, de José Libardo Porras, José Ignacio Murillo y Jaime Espinal, entre otros. No creo que en esta actitud selectiva haya sesgos de Chauvin. Me inclino a pensar, más bien, que se trata de un reconocimiento necesario, casi obvio, que el crítico hace a sus escritores cercanos en el tiempo y en el espacio. Y es aquí también donde sobresale una de las obligaciones del crítico de nuestros días que encarna Álvaro Pineda Botero: ocuparse, como uno de esos infatigables colaboradores enciclopédicos que jamás se rinden ante la ingente labor de actualizar su dominio de conocimiento, de lo que surge, en tanto que tradición y en tanto que novedad, de la narrativa colombiana actual. No de otro modo llegaremos a comprender los múltiples sentidos de esta agitación permanente con que la globalización nos eleva y nos aplasta, nos empuja y nos detiene, nos define momentáneamente para luego hundirnos en lo indefinible.            

Francisco Toledo: La muerte sagrada de todos los días

1.    El  autorretrato En Oaxaca está el pintor. Rodeado, como los chamanes, de las parcelas de la naturaleza que representan su cosmos. El chamán asume el ritual de la cura con raíces, granos, leña, piedras, pieles de animal, fragmentos de insecto. Toledo se enfrenta a su ritual gráfico con fibras vegetales, pieles de lagarto, hormigas vivas, con la parda tierra de Oaxaca que sus pies y manos deben tocar frecuentemente. Así, en su entorno, Toledo se  observa a sí mismo en el acto de la pintura. Un hombre de pocas palabras, con una timidez no proverbial sino ancestral. Flaco y resistente como un árbol deshojado por donde corren hondas savias. Y en la observación gusta de la fragmentación, de la multiplicidad, de la repetición que otorgan los espejos. Toledo pinta. Se mira pintando. Se pinta pintando. Es lúdico cuando asume la materia con que da vida a las figuras. Y en su juego imaginativo, se vuelve remoto como el hombre que se desnuda para hundirse en el  barro original. Pero también es reciente como ese mismo hombre que sale del barro y se palpa cada promontorio y cavidad del cuerpo, y luego se mira en el húmedo barranco de sus ojos para poder pintarse. Las imágenes que surgen reflejan entonces un reflejo lelo. Toledo suspendido en el color, que es como estar atrapado y liberado, oculto y nombrado por las sustancias de la tierra. Hay autorretratos, en el mundo de la pintura, que murmuran una paulatina degradación de los sentidos (Rembrandt), una paulatina desintegración de la personalidad (Van Gogh), una paulatina inmersión en el limbo de la existencia  (Hooper). Los de Toledo, me pregunto, qué murmuran. La respuesta puede ofrecerla la mirada del hombre que nos mira en el grabado o la litografía. Pero esos ojos tienen una íntima relación con el cuerpo desnudo. La desnudez de Toledo también puede ser una clave. Una desnudez panteísta. Gozosa y elemental. Ajena, como casi toda la obra de Toledo, a las trabas morales, a los estamentos éticos. En vano se tratará de llegar, desde estas coordenadas, a los animales de Toledo. La zoología del pintor  está exenta de esta carga simbólica cristiana. Pero, sin duda, la referencia animal en estos autorretratos es religiosa. Una religiosidad cotidiana en cuyo centro hay quizás un  hombre asombrado. Un hombre, en todo caso, que tiene la certeza de que su animalidad es vital, breve e intensa. Tan breve e intensa como la de las iguanas, los sapos, los perros  y los grillos. 2.    La muerte La muerte y México. Pareja ejemplar. Dúo explosivo e implosivo. Solución activa y pasiva. Sístole y diástole de un corazón cultural. Melancolía y fiesta. Y también las oposiciones comunes. Ruido y silencio. Oscuridad y luz. Vida y muerte. Y en esta perspectiva la pregunta surge: en tal pareja dónde está la muerte y dónde la vida.  En dónde reside lo suave y dónde lo áspero. En cuál de las dos realidades se afianzan el llanto, la carcajada, el vacío, la plenitud. Abrazo inevitable de México en la muerte. Y viceversa. Toda una literatura para decirlo. Toda una música para cantarlo. Toda una pintura para mostrarlo. Juan Rulfo, más que ningún escritor, está para representar esa lúgubre y escandalosa pareja. Personajes que, estando muertos, poetizan la acre cotidianidad de Cómala. Y la aldea se levanta como una vecindad de la muerte imposible de olvidar en los vivos insomnios del lector. Y están los otros parajes de los cuentos. Luvina, Talpa, Alima, la Cuesta de las Comadres. Ámbitos de una muerte que no para de llorar y cantar. La representación de una muerte así es de medieval raigambre. Basta recordar la célebre escena de la danza macabra. En los tiempos en que la peste arrasaba la Europa del siglo XIV, de las manos del pintor anónimo brota un cuarteto de músicos esqueléticos que  tocan y cantan desde la muerte. Las estampas de Guadalupe Posada, las del “Gran panteón amoroso” y las del “montón”, se nutren de tales ancestros. La Catrina es el emblema de una muerte femenina que sonríe entrañablemente desde sus puntiagudos huesos. La Catrina es un vestigio humano muriéndose de la risa. Riéndose de esa fugacidad humana obsesiva en generar permanencias ilusorias y continuaciones frágiles. Es inevitable no pensar en las calaveras de Posada cuando vemos las de Toledo. Pero esta relación, la de la paradoja grotesca, también la establecemos entre Toledo y las calaveras que juegan al billar de James Ensor, entre Toledo y algunos caprichos fúnebres de Goya, entre Toledo y los grabados de Durero y Baldung en los que la muerte es uno de los  jinetes del Apocalipsis o atrapa doncellas para poseerlas. Sin embargo, Toledo, para representar la muerte, se enraíza en la propia vitalidad de su naturaleza y su cultura. Muerte de múltiples tradiciones la de Toledo. Temeraria y engañosa como la muerte de los católicos. Monstruosa y oscura como la de los románticos incrédulos. Burlesca y festiva como la de los revolucionarios mexicanos. Pero Toledo ya no es Posada. Toda fijación a la cultura popular  se abre, y atrás queda el horizonte de los nacionalismos. Proyección del hombre mexicano, o de la muerte mexicana, hacia el exterior.  Si Pedro Páramo se hunde en el indígena no significa que haya indigenismo en su propuesta literaria. La novela de Rulfo se extiende hacia una comprensión universal  por un uso de la lengua indígena matizada con los logros narrativos de la entonces literatura contemporánea que Rulfo  supo manejar. Toledo, igualmente, olvida el vital folclorismo de Posada y pinta una muerte que, despojándose de todo localismo, se lanza hacia fuera.  Este logro reside, sin duda, en la técnica empleada. Toledo es mexicano o latinoamericano por sus temas. Su técnica, empero, es universal. En sus grabados hay una tradición que inicia Durero y se extiende hasta Picasso. Pero no sólo Europa se encierra en su técnica. También está el arte rupestre de Africa, el de los primitivos australianos, el de los códices mesoamericanos. Las referencias a Rufino Tamayo,  a Dubuffet, a Klee  surcan de igual manera su obra gráfica. En las calaveras de Toledo México está presente. Pero no el México exótico de los esqueletos de azúcar y los recortes de papel. La muerte mexicana, en Toledo, está relacionada  con esa visión de la naturaleza que pertenece más a los panteístas zapotecas que a los cristianos de después. En este sentido, el atributo más visible de las calaveras de Toledo es su sexualidad. Una representación masculina de la muerte. Esqueletos que se pasean por la vida dueños de penes erectos y largos testículos. En todos estos grabados la muerte se pavonea dichosa con su vitalidad humedecida Y sus genitales atraen al chapulín, al conejo, a los ratones, a los pájaros.  Ningún afán tenebroso para esta muerte. Su curiosidad por la tierra y sus criaturas es incesante. Es una muerte que está más viva que los hombres. Y para demostrarlo la vemos no rodeada por ellos sino por el breve  frenesí  de los animales. Por esto su relación con los animales  es de ternura traviesa. A una muerte que le gusta saltar la cuerda con las aves, que goza haciendo montañitas con los fríjoles que defeca, que se divierte haciendo maromas acompañada por iguanas, que se deja acariciar la verga enhiesta por los conejos, que bromea con las fauces de los caimanes, a esta muerte caprichosa y juguetona hay que matarla entonces de alguna manera. Matar a la muerte es una acción pleonásmica y por ello mismo jocosa. Los grabados de Toledo que nos muestran este evento están profundamente conectados con el irrisorio mundo de las fábulas. Que por ser hilarante no deja de ser menos conmovedor. Los lagartos y los conejos conspiran contra la muerte que les ha mortificado tanta vida. Y  no con la continua devastación o los cataclismos diezmadores, sino con pilatunas y carcajadas donde la realidad de la muerte parece más bien una evocación que una consumación. Conejos y lagartos preparan pues su plan y deciden llevarlo a cabo. Se arman del cañón de los humanos. Invitan a la muerte y le disparan su redondos proyectiles. Y hay como una risa general. De los animales, de la muerte misma que parece extasiarse en el dolor de su propia muerte, y en nosotros que sabemos que la muerte de Toledo, como casi todas las muertes populares, es sagrada y goza de una extraña condición de inmortalidad. 3.    La fauna Cómo hacer que un animal pierda su esencia simbólica ante nuestros ojos. Convivir con él, parece decirnos Toledo al presentarnos su portentoso animalerío. Pero en toda convivencia existe el riesgo de hacer desaparecer el encanto de esa vida enigmática que comparte con nosotros un pedazo de  tiempo. Toledo nos ofrece, por ello mismo, un milagro. La convivencia de un hombre con los animales sin que se pierda la porción de misterio y naturalidad, de encantamiento y rito, de juego e intimidad, que poseen las criaturas que nos rodean. La soledad humana existe sin duda. Pero esta es una circunstancia en gran medida mental, o para mejor decirlo, cultural. En la naturaleza la soledad es escasa. O al menos ese parece ser el mensaje que subyace en los grabados de Toledo en los que animales acompañan al hombre. Para propiciar esta comunión entre animal y hombre, Toledo otorga al primero sexualidad. Pero se trata de una sexualidad masculina y no macha. Aunque en el observador esa diferencia, a veces,  parece no tener relevancia. Si la muerte es sexualmente masculina en el pintor mexicano no resulta nada escandaloso que los sapos, los conejos y los cholos estén provistos de la virilidad humana. Esta suerte de sexualidad ubicua  resulta sugestiva en la obra animalesca de Toledo.  Sobre todo cuando pensamos en uno de los momentos más altos de toda su obra: la ilustración del Manual de zoología fantástica de Borges y Guerrero. Tal abigarramiento zoomórfico, aunque mejor sería decir esta ilimitada  y festiva zoofilia, que hace Toledo, es la posibilidad de partir de un mítico y literario mundo animal, reunido por los escritores argentinos, y caer en el bestiario ilusorio  del mexicano. La asexuada prosa de Borges y compañía se transmuta en una exuberante vitalidad en Toledo. Y digo exuberante porque a veces las patas, las colas, los cuernos, las antenas, los hocicos, las corazas de las descripciones literarias,  son una forma más de la sexualidad masculina en la representación pictórica. Una sexualidad que tiene que ver con la secreta esencia de las historias naturales de chinos, árabes, judíos y griegos y con las metamorfosis provenientes de los sueños nórdicos y  el éxtasis de los místicos medievales. Secreto que Toledo, provisto de una intuición sorprendente, ha sabido plasmar en sus dibujos. Convivencia del hombre con el animal. El comer, el mear, el cagar, el jugar, el dormir hacen parte de esa convivencia. Y parece que no hubiera alusión a una supuesta domesticación del uno por parte del otro. Domesticar significa ubicación de jerarquías. Intromisión de una palabra, perversión, que usualmente se rotula ante nuestra manera de acercarnos a los animales. Pero en la fauna de Toledo no hay perversión. Y si ella existe, no pertenece al pintor. Puede haber horror, asco, fastidio físico o moral frente a este contacto entre animal y hombre, pero ellos nacen de nuestra mirada. Hay un grabado donde la mujer abre las piernas. De su vulva brota el chorro. En el suelo un lagarto recibe los orines con cierta complacencia. El deleite del reptil, no obstante, es nuestro deleite. Y es aquí cuando algo de nuestro sistema moral se estremece. La mujer orina y parece reírse despreocupada, sus brazos como asas de jarra en la cintura. Hay tal vez regodeo indiscreto, satisfacción bestial. Pero estas elucubraciones, repito, son enteramente nuestras. ¿Qué dice, en realidad, el pintor? ¿Quién es el perverso? ¿en dónde habita el regodeo, la irreverencia, el asco? Toledo, en todo caso, aquí no es espontáneo sino natural. La espontaneidad en el arte también es premeditada. Manifiesta el artificio. Lo natural no. Es plena expresión de la naturaleza. Y no tal como es, sino como debería ser. Los insectos de Toledo tienen, además, un don divino. Están en todas partes. En su entorno propio, pero también habitan, aunque jamás invaden, los espacios del hombre. Pero qué geografía humana está desprovista de insectos. Se nos enseña, desde niños, un comportamiento donde el insecto es un extraño. Hay una  utopía urbana en la que ellos deben ser forzosamente exterminados. Y, en consecuencia, algunas de nuestras pesadillas más terribles se pueblan de alimañas. Todos los lugares del castigo están plagados de estas criaturas aladas, atiborradas de patas y antenas, cargadas de un zumbido que en nuestros oídos se hace insoportable estampido. Frente a esta dinámica, que pretende una cotidianidad vaciada de insectos, Toledo muestra la faceta opuesta. En sus grabados el insecto es una presencia palpitante. No recuerdan ni su voracidad espantosa, ni su organización portentosa, sino la milagrosa metamorfosis. La pretensión de Toledo es hacernos ver en ellos nuestra  experiencia del principio, el éxtasis y el fin de los ciclos orgánicos. Esos ciclos que inevitablemente nos someten.

Chiquita: una novela espectacular

Chiquita es pequeña, pero su historia literaria posee contornos de grandeza. Su grandiosidad, sin embargo, no es épica ni heroica, ni tampoco psicológica ni sentimental. Es una grandeza vinculada al mundo del espectáculo que ella, esa mujer llamada Espiridiona Cenda del Castillo, vivió y representó con intensidad. Los ámbitos novelescos en los que transcurre la vida de Chiquita, por ello mismo, remiten al tinglado del Vaudeville, a los trucos del teatro de variedades, a las maravillas del circo y la feria que amenizaron las horas de los burgueses occidentales en el frenético tránsito del siglo XIX al XX. Chiquita aparece y el lector, sin preámbulo alguno, queda suspendido en la fascinación. 26 pulgadas de estatura, un cuerpecillo bien conformado, rasgos de gitana, voz cantarina que recita sonetos modernistas y canta habaneras y una coquetería fecunda son algunos de los rasgos que hacen de Espiridiona Cenda un personaje sencantador. De entrada, cuando se sabe el tamaño del personaje de la novela de Antonio Orlando Rodríguez, también se intuye que lo que nos espera es el viaje por un mundo atravesado de seres insólitos. Chiquita se presenta en la novela como lo hacen las estrellas en los espectáculos. Segura de su portentosa seducción, definida en la certeza de que lo suyo es despertar una de las variantes del asombro en los ojos que la ven. Pero detrás de ella lo que se dibuja no es sólo el relieve multicolor de una obra de teatro, sino el dramático espesor de una época. Chiquita, en este sentido, no es sólo el itinerario de una existencia feérica, de una artista que nombró mejor que nadie el ritmo de representaciones inolvidables, sino que también es el fresco de un tiempo que tuvo, entre el desborde de sus placeres ostentosos, la plena conciencia de su fugaz esplendor. El tiempo de Chiquita es también el tiempo en que Estados Unidos toma las riendas políticas del mundo. El tiempo en que Cuba se independiza de una metrópoli decadente y monárquica para caer bajo la dominación de otra que empezaba a pregonar democráticas libertades. El tiempo en que el incansable José Martí recorría a Nueva York y desde sus crónicas auscultaba su despiadada metamorfosis. El tiempo en que la burguesía parisina, que retrató la sinuosa escritura de Marcel Proust, cae de su trono en medio de las músicas vaporosas de Debussy y las excentricidades de salón de Toulouse Lautrec. El tiempo en que, finalmente, los teatros de variedades eran capaz de reunir en sus recintos a una humanidad variopinta de magnates industriales, de presidentes republicanos, de anarquistas insidiosos, de espiritistas faranduleros y de hermosas divas voraces. Chiquita es una novela impactante por la investigación histórica que sostiene sus intrigas nómadas. Nada parece escaparse de la atención de este narrador de curiosidad ubicua. Los licores y las comidas, los vestidos y los coches, las calles y los inventos de la ciencia, la política y la mariconería, las vedettes y las sectas de los enanos, el mundo del periodismo y el mundo de los detectives, los circos y las operetas, Ricahard Wagner, Ignacio Cervantes y Manuel Saumell, los hoteles neoyorkinos y los jardines parisinos, las pueblerinas ferias  trashumantes y las multitudinarias exposiciones universales, la santería y el espiritismo, José Jacinto Milanés, Alejandro Dumas y Scott Fitzgerald. Pero este inmenso telón de referencias en ningún momento se torna pesado. Al contrario, se entrelaza a los avatares de la vida de Espiridiona Cenda con una espontaneidad deliciosa. Y no hay duda de que uno de los méritos de Chiquita es el equilibrio que se establece entre esta frívola liliputiense y el mundo que hormiguea a su alrededor haciendo las ecuménicas guerras, consiguiendo el escurridizo dinero y buscando desde sus fragores cotidianos la necesaria dosis de diversión para que la vida no sea únicamente desazón y angustia. Chiquita, en tanto que novela, juega con los niveles de la verosimilitud en los que se desarrolla las intrigas y sus respectivos entramados históricos. Y no podía ser de otra forma cuando de lo que se trata es narrar un universo que se hunde a todo momento en las coordenadas de lo maravilloso, por no decir en las de la mentira. Hay un biógrafo que escribe la vida de la muñequita antillana. Ese mismo biógrafo, en tono coloquial y muy cubano, desdice de los acontecimientos que él ha escrito presionado por los caprichos grandilocuentes y las invenciones megalómanas de la biografiada. Y hay un narrador que, por encima de esta ficción, trata de imponer su veracidad en algunas notas al margen y en un preámbulo y una nota final. Es esta continua corrección sobre lo dicho, esta oscilación permanente entre la subjetividad y la objetividad, lo que le otorga a la novela su carácter aún más literario y, por lo tanto, más meta ficcional. Sabrosamente inventiva, divertidamente real, Chiquita se torna compleja en esta lúdica incesante de sus voces narrativas. Chiquita hace pensar en el realismo mágico. Leyendo algunos de sus pasajes se recuerdan ciertas atmósferas garciamarquianas. Hay ecos de los espectáculos caribeños donde se codean seres extraordinarios provenientes de todos los rincones del orbe. Pero el mundo circense de Márquez, y que el de Cepeda Samudio igualmente comparte en sus cuentos, está hundido en el fracaso, en el desengaño, en la condena y el desamor. Esta mirada, digamos melancólica de lo fabuloso, no es la que realiza Antonio Orlando Rodríguez. La suya está imbuida, más bien de pujanza y optimismo. Y uno se pregunta de dónde surge este interesante cambio en la perspectiva. Acostumbrados a que el jorobado de Víctor Hugo se enloquezca, a que el mago de Lublín de Isaac Bashevis Singer fracase, a que el  hipnotizador de Mario de Thomas Mann represente el mal del fascismo, a que el enano de Par Lagerkvist inspire temor por doquier, a que el ángel viejo de García Márquez padezca el desamparo, este desborde sin fin de Chiquita y los raros seres que la acompañan caen como un baño de agua fresca. Chiquita, con sus 550 páginas, es muchas cosas. Pero sobre todo es un bello homenaje al mundo de los vaudevilles, los circos y las ferias. Sus momentos más fulgurantes son aquellos en que irrumpen los escenarios de lo insólito con sus tragadores de sables, sus encantadores de serpientes, los magos que desaparecen, las damas barbudas, los gigantes que bailan danzas de otra parte, los deformes poliglotas, los enanos dandis y las adivinas que leen el futuro en las líneas de las orejas. Toda esta humanidad que acompaña a Chiquita durante el tiempo que narra la novela, los setenta seis años que vive la princesita cubana y en los que el mundo habrá de transformarse vertiginosamente, lo hace como si fueran parte de un toque hipnótico propiciado por la escritura de Antonio Orlando Rodríguez. Tanto es así que al cerrar el libro, finalizado este recorrido de fábula, en la evocación del lector se juntan todas estas criaturas, las humanas y las zoológicas, que han llamado la atención de los escritores desde los tiempos en que  Charles Perrault rescató a Pulgarcito de las sombrías leyendas medievales, para rodear el cofrecillo de nácar desde donde saldrá, festiva y fresca, Espiridiona Cenda de Castillo, este personaje entrañable de la literatura hispanoamericana.

Erratas de fe de Samuel Vásquez

El juego de las palabras suscita la inquietud. Porque se trata quizás de una posible convivencia entre el equívoco y la verdad. Son varias las interpretaciones que sugiere el título de este libro. El logro tras los tropiezos. El hallazgo en medio de la confusión. Las sombras indispensables a la hora de trazar cualquier itinerario luminoso. Yo divago sobre la ambigüedad de este título. Él nombra un matiz de nuestros tiempos. Ése que tiene que ver con la paradoja y la duda como terrenos propios en los que tan bien saben moverse los hombres. Y, sin embargo, en erratas de fe lo que hay son certezas. Y éstas son fulgurantes porque están tramadas desde la revelación y la brevedad. Esos atributos con los que el arte se viste para recordarnos cuál es el contorno de su desnudez. La escritura de un libro como Erratas de fe exige un tránsito tortuoso. Para llegar a lo que Samuel Vásquez dice sobre el poema, sobre el silencio, sobre el actor y la palabra teatral, sobre el papel que cumple la intuición y el asombro en los ámbitos de la obra pictórica, han sido necesarias las vacilaciones de la fe. Esos desgarramientos primordiales a la hora de querer trazar sendas en el arte. Lo que quiero decir, en realidad, es que para escribir Erratas de fe es menester la sabiduría del maestro. Son varias las maneras en que Samuel Vásquez ha abordado el arte. Su curiosidad, de algún modo, ha sido infatigable. Su aprendizaje se ha alimentado sobre todo de la intuición. Pero Vásquez jamás ha desconocido el ejercicio de la disciplina. Una de sus erratas precisamente dice “Tenemos que avivar el fuego diario de la pasión con el leño seco de la disciplina”. Consecuencia de esta singular paradoja, es inevitable que Vásquez desempeñe en Medellín, esta ciudad de frágil fe artística y de múltiples extravíos comerciales, el arduo papel del guía. No creo exagerar si digo que Vásquez es una suerte de reflejo de ese hombre antiguo que auscultaba la quietud de las grandes montañas para entender mejor la sinuosidad del agua en el poema. De ese hombre renacentista que en su taller hacía que el canto se abrazara con la palabra y ambos moldearan el mármol o la piedra. De ese hombre decimonónico, el posible sueño de Baudelaire, que creía en la intrínseca correspondencia que hay entre los perfumes, los colores y los sonidos. Muchos atraviesan los terrenos de la sensibilidad y la inteligencia para solazarse en la contemplación de su propia imagen. Este rasgo de los artistas acaso sea atractivo y comprensible. Todo aquel que escribe, que pinta, que dirige un montaje teatral, que compone ansía contemplar algo de sí mismo en su obra. Pero lo que lo empuja también es la “inmolación del yo en el otro”. Samuel Vásquez, en este incesante trasegar por las certezas y los equívocos, está continuamente pensando en los otros. Se sumerge en la música para hacerla con los demás sin olvidar que “el silencio todo lo oye”. Observa los cuadros, indagando en la oscuridad y en la luz, para decirle al otro “que existe lo maravilloso como milagro, y no como método estético”. Hace teatro, esa manifestación artística anclada en la desgarrada alteridad, para decirnos que “sólo en el teatro y en el sueño somos actores y espectadores a la vez”. En Erratas de fe Samuel Vásquez se apoya, a su vez, en los maestros. Pero ellos no limitan la voz de las consideraciones de este libro. Al contrario, iluminan el transcurrir del lector por entre las incertidumbres y las convicciones forjadas por aquellos que se han aproximado al arte desde la historia, la crítica y la creación. Por ello ahí están, cumpliendo su labor de fanal, el Beckett que propone trabajar con la impotencia y la ignorancia. El Chillida  que dice “no conozco el sendero, pero conozco el aroma del sendero”. El Nietzsche que nos sigue consolando con una frase que bien la pudo decir Homero o el poeta más remoto de Mesopotamia: “Tenemos el arte para que la verdad no nos mate”. El Picasso que nos recuerda que “la libertad es mucho más dura de lo que se cree”. Pero Samuel Vásquez no sólo escucha a Oteiza y a Duchamp, a René Char y a Guimarâes Rosa, también se apoya en esa anónima voz amada cuando dice “la poesía es nuestra sabiduría del porvenir”. Hace suya la certeza del amigo que en el bar murmura “El mundo se exilia en la palabra”. Y nos participa el antiguo saber popular de Mario Palomeque, ese hombre del Chocó, cuando éste dice “Lo está contando bien, luego es verdad”. De semejante talante están hechas las verdades este libro. Un libro necesario entre nosotros porque ayuda a tomar atajos, a reconocer senderos, a vislumbrar horizontes en ese extenso y casi siempre difícil camino de la creación y la interpretación del fenómeno artístico.  Erratas de fe es un libro útil para quienes aprenden a pintar y a moldear la piedra. Y este aprendizaje, ya lo sabemos, dura siempre. Para quienes están preocupados por saber mirar y sentir el color en una superficie. Para aquellos que anhelan comprender lo qué significa una persona parada en un escenario frente a hombres ávidos que esperan su palabra. Es útil, finalmente, para quienes creemos que la mejor manera de enfrentar al poema, al amor y a la muerte es esa secreta intuición que nos libera cuando nos reconocemos en el arte, fragmentadamente completos y perennes en la fugacidad.

Jaime Alberto Vélez: una amistad interrumpida

En medio de un horizonte literario, como el dado en Antioquia en estos últimos años, tan afecto a la diatriba racista y misógina, o a la sicaresca que oscila entre una mantis miliciana muy renombrada y un montón de asesinos adolescentes, o al insípido anecdotario de un cierto realismo de barrio comunal, o a la ramplonería sentimental de los costumbrismos regionales, encontrarse con la obra de Jaime Alberto es algo así como un milagro. Su escritura depurada, la certeza de que hacer literatura no puede reducirse a los frecuentes actos del exhibicionismo periodístico, y la práctica de un escepticismo lúcido, son suficientes motivos para celebrarlo. Nadie homenajeó, como se lo merecía, a Jaime Alberto Vélez cuando murió el primer día de febrero de 2002. Esperamos en vano a que El Malpensante le dedicara más que esa avara nota necrológica que escribió en su momento. En Medellín apenas un ceniciento dossier de dos textos se le hizo en una revista más para académicos que para escritores. Jaime Alberto era lo segundo así se ganara la vida en los claustros de la enseñanza. Y creo que al verse homenajeado en esas páginas, se hubiera reído con ironía si es que existe el más allá para los escritores A todos nos corresponde, hasta en el reino de la muerte, la necesaria dosis de los malos entendidos. Y aunque la Revista de la Universidad de Antioquia, de la cual Jaime Alberto fue colaborador y parte fundamental de su comité durante tantos años, quiso celebrar su memoria publicando algunos textos de su novela inédita sobre la baraja y una nota que celebraba la existencia del poeta, el fabulista y el ensayista, creo que habría hecho mejor si hubiera ofrecido un dossier sobre su obra. Siendo el mejor ensayista de la Medellín de fin de milenio, quiero decir que entre sus escritores era quien mejor observaba esta triste condición nuestra y mejor se burlaba de ella, la prensa de esta ciudad insensata no le hizo ningún obituario. Qué lo iba a hacer si sus diarios siempre andan tras las muertes de prohombres políticos y de los ya sabidos muertos de las masacres perpetradas por el ejército, los paramilitares y la guerrilla. Ante este silencio es posible concluir que Medellín no quiere mucho a Jaime Alberto Vélez y opta por ignorarlo. Tanto es así que en una sospechosa antología de ensayistas antioqueños publicada por el ITM, su errático antólogo nadaísta prefirió darle espacio a las peroratas políticas de los godos antioqueños que a la reflexión de los últimos ensayistas agudos de los cuales Jaime Alberto es sin duda su mejor representante Conocí a Jaime Alberto Vélez leyéndolo. Esa y no otra es la mejor manera de conocer a un escritor y, además, de celebrarlo. Leí las Piezas para la Mano izquierda y me gustaron. Siempre recuerdo con admiración esa perla narrativa que él llamó “Arcano”. Y estoy convencido de que muchos de los minicuentos de Jaime Alberto podrían figurar en una antología universal de este género arduo y malagradecido. Luego leí sus poemas de Reflejos, Biografías y Breviario y también me gustaron. Jaime Alberto es de los pocos escritores de Medellín que resisten una relectura sin que se caiga en el cansancio y la decepción. Su precisión en la escritura, esa madura influencia que sobre él ejercía el rigor y la claridad de los latinos, me siguen corroborando este juicio. Luego leí sus ensayos y comprobé con regocijo que él continuaba, a su modo, los rumbos que entre nosotros señaló Baldomero Sanín Cano. Algunos piensan que las columnas de Satura de El Malpensante pecan por el implícito deseo de querer suscitar el aplauso o el asombro típico de los espectáculos ilusionistas. Pero la literatura de todos los tiempos, desde Homero hasta García Márquez, se ha movido siempre en esos ámbitos. El ensayista, a diferencia del poeta, debe batirse en el ruedo público y lo mejor es no ir a él ataviado con la desnudez íntima del poeta. Otros, más radicales aún, siguen opinando que las columnas de Jaime Alberto estaban destinadas a un grupo de intelectuales idiotas desparramado por las grandes ciudades del país. La verdad es que no creo que el aplauso de los imbéciles sea capaz de comprender la más mínima reflexión suya. Su obra ensayística, que merece publicarse toda reunida, posee al contrario todos los ingredientes del buen ensayo. Está penetrada por la agudeza comparativa, sacude porque el nivel de la revelación ondea con frecuencia en sus conceptos, agrada porque no desconoce que el humor y la ironía son las hijas predilectas de la incredulidad, y se vuelve memorable porque lo suyo se trata de ejercicios de pensamiento anclados en un excelente y exquisito manejo del lenguaje. En el 2002 decidí regresar a Medellín luego de una larga ausencia de casi 20 años. Me alegraba el hecho de que en la misma facultad universitaria donde yo iba a trabajar, Jaime Alberto impartiera clases de literatura. Secretamente yo acariciaba la idea de compartir con él opiniones sobre el mundo de los hombres y de las letras. De manera oculta creía que, a su lado, podría acceder a circunstancias nuevas que me hicieran crecer en el sospechoso oficio de escritor.  Con emoción contenida y no exenta de cautela, Jaime Alberto era un escritor solitario, voluntariamente distanciado de todo círculo y capilla, empecé el acercamiento. Y creo que si no hubiera muerto tan repentinamente, acaso yo estuviera celebrando en estas páginas al hombre que me habría deparado una amistad más o menos consumada. Lo que me quedó, en cambio, fue la sensación amarga de un aprendizaje interrumpido. Nos encontramos varias veces en los pasillos y las cafeterías, en esos cuatro meses que coincidimos en la Universidad de Antioquia. Siempre iniciábamos la conversación con un comentario ácido sobre nuestra calamitosa literatura comercial de ahora. Y culminábamos sonriendo, con esa frescura que otorga la fusión entre la forma y el contenido de la frase memoriosa, ante una anotación audaz de algunos de nuestros escritores más  queridos. Recuerdo muy bien cuando, a este respecto, citó a Valéry: “Lo que manda es la facilidad. Pero la facilidad, si no tiene aliento divino, es desastrosa”. Otros de sus autores preferidos eran Horacio y Catulo, Montaigne y Shakespeare, Flaubert y Kafka, Arreola, Torri y Monterroso. Sólo una vez pudimos encontrarnos en algún lugar ajeno a la universidad. Comimos en el restaurante del antiguo Museo de Arte Moderno y, entre una torpeza mía que derramó su jugo sobre su camisa -Jaime Alberto no bebía alcohol, no fumaba y  era entonces un hombre excesivamente sano- y algunas acotaciones sobre nuestras vidas pasadas, prometimos hacer más frecuentes los encuentros. Poco después viajé a París y cuando volví, en enero de 2003, supe que Jaime Alberto peleaba con la muerte. No tuve la suficiente fortaleza para ir a visitarlo. Pensaba que él volvería pronto a la universidad. Además, sentía que Jaime Alberto era uno de esos hombres que prefería enfrentar a la enfermedad en medio de la soledad y el silencio y no atragantado por la visita de familiares y amigos de último momento. Sin embargo, me atreví a llamarlo unos días antes de su fallecimiento. Le dije que lo estaba esperando. Tuve la imprudencia, al despedirnos, de decirle que debía curarse para que nuestra amistad continuara. El se rió, no con la carcajada que a veces resonaba potente en los pasillos universitarios, sino de manera exhausta. Entonces respondió que lo iba intentar. Ambos sabíamos, sin embargo, que la muerte es tenaz e inflexible.

Relatos híbridos de Andrés García Londoño

El regreso a lo clásico, para Marguerite Yourcenar, no es más que modernizar el pasado. Esa fue la dirección que siguió en Fuegos. Su Fedra deambula por los pasillos del metro, su Clitemnestra monologa en un ámbito próximo al conflicto entre Grecia y Turquía de las primeras décadas del siglo XX, y su Safo está hundida en una atmósfera que remite al Shakespeare comediante y al teatro de variedades. Esa también fue la senda de Albert Camus al escribir su Mito de Sísifo en el que se hace una lectura del absurdo y del suicidio en tiempos del fascismo. Y el de Julio Cortázar con su drama poético Los reyes donde el Minotauro no es el animal devorador, sino el artista que triunfa sobre el poder autoritario. Esta preocupación, la de actualizar los mitos, es el logrado andamiaje que sostiene los Relatos híbridos de Andrés García Londoño. El título de este libro de cuentos señala su rasgo más inquietante. Se trata de ir al pasado, por supuesto, pero el propósito esencial es tocar los fondos ambiguos de la naturaleza humana. Andrés García sabe que el hombre es el monstruo y que la bestia lo habita incesantemente.  Sabe, además, que en toda aberración palpita el perfil de la muerte y la carga de soledad y dolor que ella impone. Los personajes de estos cuentos son seres mezclados, los sacude la rareza de sentirse incompletos, anómalos y feos. Algunos de ellos brotan de universos fabulosos y fantásticos. Y lo que se narra, en definitiva, es un intento de mensurar no sólo sus propios sufrimientos, sino los que marcan al hombre contemporáneo. La harpía de estos relatos representa la tortura y lo que acontece en su realidad tenebrosa cuando se entromete el amor. La Gorgona, esa peste moderna que todo lo aniquila, describe el terror del mundo civilizado hacia las destrucciones apocalípticas. La Esfinge está anclada en Tebas, pero ahora la vieja sed por los acertijos vencida por Edipo se ha convertido en una sed de información totalitaria que nadie puede detener. Relatos híbridos plantea un universo de mutaciones que está irrigado por una imaginación desbordada. Tal desmesura sería quizás un ingrediente incómodo si no estuviera estremecida por la necesidad de la reflexión frecuente que el narrador de los cuentos se hace sobre sus fantasmas y manías, sobre sus vicios y excentricidades. En medio de centauros contrahechos, de harpías enamoradas, de gorgonas invencibles, de cíclopes lunáticos, de acéfalos infames, de esfinges computarizadas, sobresale la melancólica y aterradora humanidad del vampiro y el hombre mariposa. Estos dos son las supremas criaturas de este libro. La hondura de sus soledades, la desesperanza de su condición inmortal, la aguda ironía con que ellos desentrañan los más profundos temores de la vigilia y el sueño, hacen que sus historias perduren por siempre en la memoria del lector. No vacilo en creer que tanto “Los ojos de la noche” como “El hombre mariposa” señalan la máxima elongación de estos Relatos híbridos. Libro que se ubica desde ya, por su anómala extrañeza, solitario y fantástico en el panorama del cuento colombiano.

Carlos Vásquez o la silenciosa embriaguez

El oscuro alimento (1995) abre con un poema que alude a la muerte. ¿Quién implora ante el muro? ¿Quién presencia el traslado del cuerpo? ¿Quién dice que las piedras y las aguas arrullarán al ser que ha desaparecido? Hay un yo delicuescente que caracteriza este libro. Un yo que, como el poema donde se encarna, se vuelve escurridizo a la nominación. Pero ese yo, que se enturbia y se transparenta, se oculta y se asoma, es una suerte de representación de la palabra. El yo brumoso de los poemas de Vásquez se funde en ella para volverse perplejidad. Perplejidad ante la muerte, pero también perplejidad ante el amor. El oscuro alimento surge en Medellín, en uno de los períodos más crueles de su historia. Quizás por ello la realidad sangrienta de esos días sea la savia de este libro. Pero no quiero reducir a un tema una voz que es intrincada en sus insinuaciones simbólicas, y sincera en su necesidad de silencio. No pretendo contaminar esta voz con una lectura sociológica o historicista. Sé que su vínculo con la violencia es tan discreto como profundo, tan sutil aunque debería decir tan bien manejado, que pasa desapercibido por quienes rastrean la sangre en la poesía colombiana. En El oscuro alimento no hay nada anecdótico. La oscuridad luminosa de sus versos brota de un territorio donde la poesía se basta a sí misma. Pero me es inevitable, al volver sobre algunos de sus poemas, encontrar el rostro de la muerte en Medellín. La que implora ante el muro cree que quien la asiste es a sombra. Hermanos dispondrán el traslado del cuerpo. Lo pondrán en losa solitaria. Atarán sus cabellos a piedras ciegas. La cisterna lo arrullará en el pleito de sus aguas. Siempre he creído que la poesía, a diferencia del cuento y la novela, es la única capaz de levantar un túmulo memoria frente a la muerte. Sigo pensando que ante la racha de obras literarias que ha brotado de nuestra desolación, sólo los poemas pueden consolar. Unos pocos versos desnudos valen más que centenares de páginas bulliciosas a la hora de querer aproximarse al centro de nuestra muerte y recordar la presencia de quienes lo habitan. Los primeros poemas de El oscuro alimento me confirman en esa certeza luctuosa. Me hablan y me consuelan porque la suya es una estancia donde se escucha con nitidez el silencio de los muertos. Porque la tinta con que están escritos es la saliva de ellos. La superficie donde se escriben los libros de Vásquez, desde El oscuro alimento hasta Aunque no te siga (2008), es la superficie del sueño y también de la memoria. Su objetivo, sin embargo, me parece que es uno solo: intentar colmar el vacío que deja la muerte. Lo que resulta llamativo de esta labor es que acude a un método arduo. Se llena tal vacío usualmente con la celebración de la tierra, o con el júbilo y el repudio que suscita el otro. Vásquez lo hace enfrentando los semblantes de la misma muerte. Y aunque una buena parte de su poesía se dedique a gozar el agua, la hoja del árbol, la noche, la existencia a través de las manos y las bocas, los meandros de esta celebración siempre culminan arrojados al estupor suscitado por la muerte. Y es que el poeta sabe, y su poesía no es más que una progresiva confirmación de ello, que escribir es una forma de morir. En este sentido, al escribir, Vásquez mora los abismos del no ser. Y para lograrlo se impregna de la extrañeza del despojamiento. Para quien visite por primera vez esta obra, su poesía resulta hermética, excesivamente silenciosa, casi autista por las maneras sintácticas en que trasiega su sintaxis. Porque es verdad que en ella se evitan palabras que para un lector común de  poesía resultan imprescindibles. En realidad, el proceso de la escritura de Vásquez recuerda al de Osip Mandelstam. Ambos escriben el poema en la mente, luego lo plasman en el papel y durante días y meses y años lo van depurando a sus de palabras casuales. Y las palabras casuales son buena parte de los pronombres, los adverbios, gran cantidad de preposiciones. También son casuales los adjetivos y todo aquello que dice más de lo necesario. El máximo atributo de esta poesía es su reducido vestuario. Ni siquiera es sobria o elegante. No pretende llamar la atención porque jamás su desposeimiento es artificioso. Se trata de una desnudez expresada con autenticidad. Y en la adquisición de esta desnudez se asiste a circunstancias contradictorias. Hay eliminación de versos opacos para aumentar el espesor de la oscuridad. Desaparecen destellos exagerados para pronunciar la luminosidad de la palabra. Sin embargo, cuando la poesía cree sentirse revelada por la luz surge con toda su carga el vacío. Aquí reside la principal paradoja que modela la poética de Carlos Vásquez. En Fisura, uno de sus libros inéditos, el poeta se siente hueco con frecuencia. pasé la tarde desposeyendo pequeño sosiego la persona luego subiendo sin pasar hubiera querido cortar para decirlo sentí de golpe lo que es quedarse hueco Rota corporeidad que es la mejor manera de la desnudez. Por ello en Fisura, libro de dolor, poesía de la desolación, la alternativa por la falta de puntos, la ausencia de letras mayúsculas, la presencia de principio a fin de una quebrazón en la sintaxis es fundamental. Estos factores no son fortuitos, ni pretenden asumir la faz de una especie de vanguardia desarticulada donde los versos parezcan cojos y su significado menosprecie la comprensión. Todo esto nace de una búsqueda solitaria, quizás una de las más genuinas de la poesía colombiana, que comienza con El oscuro alimento, pero que en Fisura alcanza su máxima hondura. Y uno se pregunta ¿cómo es posible que en geografías literarias tan afectas a la retórica y a la perorata haya surgido una voz cuyo anhelo no es más que ser un hilo de voz? ¿Por qué esta ínsula casi muda en medio de mares altisonantes? Trato entonces de buscar correspondencias entre poetas que se hayan aventurado a una escritura similar. Y encuentro una cercana hermandad en la desnudez lírica entre Carlos Vásquez y José Manuel Arango. La de éste último, empero, acude casi siempre a un corto asunto que modela la historia del poema. La poesía de Arango, a pesar de su admirable parquedad, posee un elemento narrativo ajeno del todo a lo que propone Vásquez. Pero ¿a qué conduce tal despojamiento? Para responder esta pregunta es necesario abarcar el horizonte de los libros de Vásquez que no culmina en Aunque no te siga, sino que llega a un límite opresivo con Fisura. Conduce al silencio. La poesía y la música, se sabe, no son el silencio. Su mayor aspiración acaso sea rozarlo, hundirse en él, ser él mismo. La poesía es palabra y la música es sonido y ellos son la mejor prueba de que la vida es dichosa o triste agitación. Con todo, esta escasez de palabras, sedimentada hasta el secreto y destilada hasta el misterio, desea el silencio. Lo sueña, lo ronda, lo persigue, se impregna de él en la brevedad y la contención. Hasta terminar siendo presagio y corroboración del vacío. Hay otras realidades que alimentan a estos poemas. El tiempo detenido, la luz fugitiva, es decir, esos agujeros donde el tiempo se atasca. Y hay otro fruto que irriga toda la obra de Vásquez y es el eje de su libro Agua tu sed (2000). Aquí el poema es puro líquido derramado. El agua es clemente y es voraz. Acoge y expulsa. Es prefiguración de la catástrofe y ansiedad de permanencia. El agua despoja y a la vez somete. Es la inevitable violencia y la esperada docilidad. El vaivén incesante de este libro no desecha en ningún momento la certeza de que ella traza el rostro de la divinidad. Y este dios se hace aún más visible en la experiencia acuosa del amor. La noche deambula por el agua y ambas se funden en la lengua del amante y en el temblor de los vientres que se juntan. Esta celebración del agua, que transcurre entre el júbilo y la melancolía, es única en la poesía colombiana. Recuerda, en cambio, en la profundidad de su canto los mejores momentos de Vicente Gerbasi, esa otra voz memorable del agua. Al leer Agua tu sed he comprendido, y esta comprensión es de raigambre sensorial, el ensueño que atraviesa el lirismo acuático de Tarkovski: Despierto y es el agua, monótona y blanca Quisiera quedarme Me quema el ruego de ser visto Oigo el agua interminable, pero ¿dónde? Gota a gota la noche se despeña. Multiplicidad de miradas, el tema aquí se torna gota, caudal, estanque, mar. Presencia palpable y también inasible, el agua se convierte en uno de los objetos primordiales del universo poético de Vásquez. Y es verdad que para nombrarla emplea el adjetivo. Porque si en sus otros libros éste se evita, aquí aparece, no de modo exagerado, sino preciso. El agua entonces es silenciosa, enamorada, perpleja, sigilosa, pensativa. Sin embargo, ella no avanza sola, sino que está siempre unida a la piedra, su elemento opuesto y su reflejo. Pues es en esta oposición, que actúa como complemento, donde el amor adquiere para Vásquez su mayor relieve. Extraña lucha la que emprende el poeta con el secreto y el misterio de la palabra. Bajas por mi sangre gozosa pendiente No bastas palabra La carne se abisma Caigo empujado por tu peso se dice en  Hilos de voz (2004). Y es que en la imposibilidad del hallazgo también se produce la revelación. Somos búsqueda de la transparencia, pero es en la turbiedad del rumbo donde es palmario el fundamento del ser. Y cuando hablo de turbiedad me refiero a uno de los matices más inquietantes de esta poesía. Ya Gloria Gervitz decía de ella: “Se escribe de lo que se desconoce. Se aprende a estar en la violencia de este adentro”. De aquí que el yo en Vásquez sea impreciso, borroso, vago. Nos hacemos oscuros porque el derredor es vaporoso e incierto. Y no es nada fortuito que el epígrafe de Aunque no te siga acuda a los versículos de Job: “… somos de ayer, no sabemos nada; / Nuestros días son una sombra sobre el suelo”. De esa sombra atestiguan estos poemas. Los primeros versos de Aunque no te siga son reveladores de esta incertidumbre. ¿A qué espesura se entra? ¿A quién se intenta tocar? ¿Quién habla y a quién se ase? ¿Se trata de una presencia física, que puede ser el amante mezclado con la noche, la playa y  el viento? ¿O se trata del territorio abisal de la poesía? En todo caso con los versos Me dejaste solo Entro en la espesura Y la noche gira se penetra a un mundo de sensaciones amorosas, de comunicación ambigua, de silenciosa aproximación a los muertos, donde la soledad es la constante y sus mensajes parecen fulgores que actúan como un ruego. En este encuentro con el ser de la poesía aparecen, además, las presencias fundacionales: el padre, que es la tierra; la madre, que es el fuego; los hermanos, que son el tiempo y la hierba. El oscuro alimento y Aunque no te siga se comunican en  la intensidad de estos lazos familiares que se proyectan no hacia el terruño, sino hacia el cosmos. Pero también se comunican en sus muertos y en sus noches que enlaza la soledad resplandeciente del poeta. La palabra es un nudo y Vásquez, en Aunque no te siga, lo hala y lo desamarra. Vela por él y se desvela por ella. ¿Habrá un acto más arriesgado en las ondulaciones de este largo poema que el velar por la palabra? Vásquez sabe que el tocar oscurece. Que el dar pasos produce siempre un desvanecimiento. Que en el tránsito por el asombro el poeta nunca es el mismo. Que todo es breve y de la brevedad sólo permanece una queja. Que no hay nadie que diga la palabra esperada en el instante de la muerte. Y que en ese allá inevitable se entra irremediablemente solo. Por ello no hay verdades en este libro. Hay, más bien, una continua expectación donde no se sabe nada. ¿Qué saben mis sombras lo que llevo dentro? ¿Sé el rumbo que llevo? ¿Dónde algo termina? ¿Si queda asidero? En qué me convierto Por cuál noche entro Qué brasas me roen. Perplejidad, vacío y desposeimiento son la esencia que hacen bella la poesía de Carlos Vásquez. Belleza silenciosa que ofrece una oscura embriaguez